“Perdición” (Double Indemnity, 1944) es probablemente el título más emblemático del cine negro, y la firma de Billy Wilder se completa con la de Raymond Chandler al adaptar la novela de James M. Cain. Por si esos nombres no fueran suficiente garantía para armar una gran película, Miklós Rozsa pone una banda sonora que genera suspense y nos traslada a un ambiente turbio, y el trío protagonista que forman Fred MacMurray, Barbara Stanwyck y Edward G. Robinson se encarga de urdir la trama de un crimen perfecto que, como dice el protagonista, huele a madreselva. Canónica en cuanto a los códigos del género, precisa en unos diálogos afinados e ingeniosos en su ironía y causticidad, inquisitiva al levantar una implacable radiografía de la condición humana, “Perdición” se nos presenta como la noche oscura de un agente de seguros, Walter Neff, que se dejó arrastrar por una mujer ambiciosa y sin escrúpulos, Phyllis Dietrichson, hasta confesar su culpa al tiempo que se desangraba en su despacho.
Comienza la película con la inquietante imagen de un hombre con muletas que camina de espaldas en la noche. No sabemos quién es y ahí está el quid de la cuestión, pues la película va de identidades suplantadas y de misterios por resolver. Como es habitual en el cine negro, la oscuridad de la noche reina en Los Ángeles porque se nos va a mostrar la negrura del alma humana, y el flash back sirve para regresar a un pasado fatalista en el que se sembró una semilla de maldad. Conocemos cómo terminará la historia porque vemos a Neff declarar agónicamente su historia de perdición, y entendemos el tirón irremediable que le provoca la aparición de una Phyllis sensual y provocativa. Se diría que la suerte está echada y que la maquinaria se ha puesto en marcha, que ese rutinario hombre de seguros ha sido atrapado en la tela de araña de una mujer manipuladora que utiliza a quien se le pone por delante. La trama se va enredando porque los intereses sentimentales y crematísticos juegan sus bazas, y lo que satisface al juez o a la policía no es suficiente para un experto de siniestros de Seguros como Keyes, porque la avaricia de una pérfida mujer no se conforma con una víctima sino que quiere dos, tres… o las que hagan falta hasta alcanzar su objetivo, porque hasta el más sagaz y experimentado de los hombres puede claudicar ante la fuerza de la pasión.
El espectador desconfía de esa mujer frívola y cizañera, y se pregunta si alguna vez quiso a alguien… aparte de a sí misma. Es una mujer fatal, desencadenante de una acción ignominiosa en la que el dinero y la pasión se alían en un juego macabro. Y el mejor ejecutor de ese plan será aquel que ha dedicado toda su vida a desenmascarar al ladrón, aquel que puede elaborar un plan desde el punto de vista del criminal y también de la víctima. De ahí que se organicen las circunstancias para la doble indemnización -accidente en un tren, lugar extraño-, de nuevo con la ambición como lastre de un crimen que no será tan perfecto. Y no lo será porque el ejecutor se ha olvidado de lo imprevisible y aleatorio que se encierra en la naturaleza humana y en su actuación. Por mucha precisión en la planificación, nunca se pueden atar todos los cabos (recordamos la mítica “Atraco perfecto” de Kubrick) y siempre quedará el recuerdo de una niña viendo a la enfermera desatender a su madre moribunda, o el de la joven que observa a la asesina probarse el velo negro… llevada por la vanidad. Porque hay conductas que no se pueden prever, y flecos que quedarán sin cubrir por muy experto que sea en planificador.
Sin duda, quien haya visto la película recordará el enanito del estómago que a Edward G. Robinson -magnífico, como siempre- le hace presentir el fraude, o el modo de encender las cerillas con la uña que tiene Fred MacMurray, o la actitud seductora con que se presenta y desenvuelve Barbara Stanwyck, o ese asesinato dejado en fuera de campo -solo vemos el rostro de Phyllis- en una escena genial, o el suspense generado cuando el coche no arranca o cuando una puerta abierta salva a Phyllis de ser descubierta. Sin embargo, lo que marca esta obra maestra de Billy Wilder es el ambiente amoral de una ciudad de los años treinta que se trasmite, donde quien más quien menos trata de engañar para beneficiarse de una póliza de seguros, o no duda en bajarse en el cementerio con el compañero de viaje del tranvía -alusión al engaño y traición reinantes-, o en utilizar a las personas para encumbrarse u organizar la propia vida en torno a sí mismos. Mientras que Neff como Keyes son dos solteros incapaces del compromiso aunque conservan un sentido de la amistad, Phyllis ocupa el lugar oscuro de la mentira, del engaño y de la traición. Parece que esta arpía también manejaba al pobre Zachetti, franco y directo, y que solo quedaba desarmada ante la sencillez y sinceridad de Lola, la hija del primer matrimonio del Sr. Dietrichson.
Son personajes que se mueven con dificultad entre la virtud y el vicio, tratando de salir airosos de un precipicio en la que un hombre honrado se agarró a un hierro candente -una mujer perdida en la frivolidad y la avaricia- y se quemó sin remedio hasta la perdición. Lección moral sobre lo que el hombre/mujer puede llegar a hacer o espejo social de un tiempo en que Estados Unidos ponía sus cimientos como civilización -tras los comienzos de la frontera que el western recogía- y donde los principios y sus fallas son escrutados en el interior del individuo y no es el exterior de una tierra de prosperidad. Con todo, “Perdición” pasa por ser una de las cumbres del cine negro y de los ejemplos que nos advierten del mal paso que todos podemos dar si nos dejamos llevar por el dinero y la pasión… porque, a veces, el crimen llega con olor a madreselva.
211En las imágenes: Fotogramas de “Perdición” – Copyright © 1944. Paramount Pictures. Todos los derechos reservados.
Publicado el 31 enero, 2015 | Categoría: 10/10, Años 40, Filmoteca, Hollywood, Negro
Etiquetas: amor, Barbara Stanwyck, Billy Wilder, crimen, Double Indemnity, Edward G. Robinson, Fred MacMurray, James M. Cain, mentira, Miklós Rozsa, Perdición, Raymond Chandler