Revista Cine
Tendría alrededor de veinte años de edad cuando viajé junto a un pequeño grupo de personas a través de China, íbamos a pasar cerca de dos meses en la provincia de Qinghai, anteriormente parte del Tíbet. Nuestro destino era una ciudad específica donde íbamos para enseñar español, pero paramos en diversos pueblos y pequeñas ciudades en el camino. Un día llegamos a un pueblo rural, muy pequeño, nada extraordinario. Pasamos un par de días allí, para descansar, comprar provisiones en los exóticos mercados locales y conocer algunos puntos de interés, aunque no había muchos. Esto fue en pleno invierno, en febrero, y toda la hierba en las colinas y llanuras alrededor de la ciudad estaba muerta y seca. Supongo que el aspecto del paisaje en general sería el de cualquier pueblo rural durante el invierno.
En aquel momento de mi vida las cosas iban para mi asombro, extraordinariamente bien para mí, y lo digo porque mi adolescencia había sido más bien oscura y tormentosa. Pero la inmensa suerte de poder viajar y los numerosos amigos que había hecho en el último año hicieron que mejorara cómo me sentía y mi actitud hacia la vida; era casi como si fuera una persona completamente nueva. Yo estaba muy emocionado de estar en el Tíbet, y durante esos meses de viaje me iba a dormir con una sonrisa en la cara todas las noches.
En nuestro segundo día de estancia en aquella pequeña ciudad me desperté sintiéndome un poco extraño. No mal, simplemente extraño, como mis pensamientos y sentimientos hubieran sido atenuados con un dial de volumen. Todos decidimos ir a dar un paseo por las colinas detrás de la ciudad, donde había una pequeña cumbre con un montón de piedras y algunas banderas de oración (esto es muy común en China y siempre hay pequeños "altares" como estos en cada colina, donde los lugareños homenajean a sus muertos). El plan no era demasiado interesante pero nos dio algo para hacer.
A medida que avanzábamos empecé a sentirme cada vez más raro. No estaba asustado, y no sentía enojo ni ninguna otra emoción fuerte. De hecho, era como si todas las emociones estuvieran lentamente derramándose fuera de mí de alguna manera y yo fuera quedándome a cada paso más en blanco, más vacío. Mi mente empezó a sentirse un poco confusa y poco a poco comencé a notar que simplemente no me importaba nada. Una pequeña parte de mí comenzó a sentir pánico, sabía que algo malo estaba pasando, pero también era como si mi propia voz interior fuera gradualmente más y más apagada, más débil.
Recuerdo que llegamos a la cumbre y simplemente me dejé caer al suelo junto a una de las pilas de rocas. Casi sin notarlo empecé a filtrar las voces alrededor mío hasta no escucharlas y centré toda mi atención en los pequeños pedruscos del suelo, golpeando suavemente unos contra otros de forma repetitiva. Entonces ya me encontraba absolutamente apático, indiferente, inerte tirado sobre la gravilla.
¿Alguien conoce el tipo de horror opuesto a sentir miedo de algo concreto, el pánico por no sentir nada en absoluto? El espanto fútil de una mosca zumbando contra el cristal de una ventana cerrada durante horas y horas en una habitación vacía. Eso es lo que llenaba mi cabeza y su significado era perversamente diabólico.
Me toqué la cara y advertí que estaba sonriendo, por nada. A través de todo ese vacío un solo pensamiento vino a mi mente: “Debes morir ahora.”
Al principio me sonó razonable aquel funesto mandato, pero enseguida algo en mí interior luchó y se rebeló por un instante. Justo entonces mi grupo comenzó a caminar colina abajo, y yo los seguí. Cuanto más caminamos, más normal me sentía. Aquella misma tarde dejamos esa triste ciudad y ya me sentía bien pero por dentro había quedado muy impresionado. Más tarde, hablando con Pedro, uno de mis compañeros de viaje, me mencionó lo raro y deprimido que se había sentido durante la excursión a aquella colina y le dije que me había sentido igual.
Hablamos con el guía local, que nos acompañaba también como intérprete y le contamos lo que nos había sucedido. Se sorprendió de que hayamos decidido visitar aquel monte, ya que era conocido por la gente del lugar como una zona maldita. Allí se habían suicidado ya más de cien jóvenes menores de veinticinco años y los montículos de piedras no eran altares para recordar antepasados como en otros pueblos sino que cada roca representaba a uno de ellos.
A Pedro y a mí se nos heló la sangre.
Historia de ficción extraída y adaptada de JEZEBEL.com