La vida está llena de patrones preconcebidos no se sabe cuando por no se sabe quién. Yo no formé parte de su elaboración y probablemente tú tampoco. Y sin embargo parece que nuestra felicidad o, cuando menos, nuestra virtud depende de ellos.
En el mundo de la paternidad existen escuelas a las que hay que adscribirse en su totalidad. Hacerlo a medias te deja en tierra de nadie, el lugar perfecto para los que amparan sus miedos y sus inseguridades al refugio de esos patrones que dictaron sus escuelas te señalen con el dedo. Patrones en cuya elaboración no participaron.
Y mientras señalan con el dedo, o señalamos, que nosotros también caemos en juicios de vez en cuando, miran para otro lado e ignoran sus miserias como padre. Porque todos tenemos nuestras miserias.
Uso el término “miseria” en tono irónico, ya lo adelanto. Porque el artículo de hoy va de eso, de desmitificar nuestras miserias para acabar llamándolas por su verdadero nombre: idiosincrasias.
Todos los padres del mundo tenemos comportamientos que se salen de los patrones preestablecidos. Si algo he aprendido y he repetido a lo largo de estos ya casi tres años es que “cada niño es un mundo”, pero por mucho que sea una opinión extendida parece que no acabamos de asimilarla.
Nos encanta poner el foco de nuestro desempeño paternal en lo que consideramos “logros”, que al final no se refieren más que aquello que se puede englobar dentro de las pautas descritas por uno de esos patrones de perfección humana. Un bebé ideal no llora nunca, come de todo y sin mancharse, duerme antes de que el sol se ponga y se despierta después de sus padres, su caca no huele, y se quita el pañal de un día para otro a una edad temprana para evitar el sonrojo de su familia. Toma el pecho el tiempo marcado por la asociación de pediatría, deja el carro aparcado en cuanto su andar se estabiliza, algo que debe ocurrir antes de los dos años, por supuesto. Empieza a hablar pronto, y lo hace claro, sin ñoñerías. No debe ser un niño consentido, mimos los justos, no vaya a ser que se crea que todo en esta vida es que te quieran cuando sabemos perfectamente que ahí fuera hay gente esperando que le romperá el corazón más temprano que tarde. Sus padres se quieren mucho, por supuesto, las familias disfuncionales sólo valen para construir comedias de situación. Recoge sus trastos cuando la hora preestablecida de juego se acaba. Siempre impoluto y sin mocos. Ve la tele lo justo y necesario, una hora los días impares de mes, sólo documentales de la dos y capítulos de Little Einstein. Y aunque con menos de tres años sabe manejar con destreza un móvil y una tableta, y no desarrolla una “app” porque no quiere, pasan escasamente por sus manos para no engancharlos.
Afortunadamente ningún padre que yo conozca ha conseguido alcanzar un 100% en el cumplimiento de sus patrones. No tendría un hijo perfecto, tendría un robot sin corazón o, mejor dicho, con el corazón apagado. Eso es una opinión. Lo que es un hecho es que si todos alcanzásemos la perfección exigida por el patrón que elegimos nuestro hijo sería uno más. Un cacho de carne con ojos desfilando en perfecta formación al son marcado por la sociedad.
Sin embargo de lo que más presumimos en público es de esos logros que lo hacen más robot.
Todos tenemos nuestras miserias, esas sobre las que no ponemos el foco en las reuniones grupales de la guardería, pero sobre la que nos encanta conversar en ambientes íntimos. Nos encanta y lo necesitamos, porque logrando el beneplácito cómplice del padre amigo, del pediatra o de la directora del jardín de infancia el peso del estigma social se hace más liviano. Esto también es un hecho, no hay padre que conozca que en conversación uno a uno no acabe tarde o temprano revelando la suya.
Ahora bien, esa famosa miseria que tanto ocupa tus neuronas…. ¿hace a tu hijo infeliz? ¿Te lo hace a ti? Y si lo hace… ¿es porque no se ajusta a tus propios valores o porque no se ajusta a algún valor social marcado por un patrón? ¿Creará una huella imborrable que marcará su vida adulta? ¿No tiene solución ni vuelta atrás?
Me alegra decir, que la mayoría de las miserias paternales que sufro o que me han revelado, pasarían este cuestionario con mayoría absoluta de noes. Y aquí está la buena noticia, si es así no es ninguna miseria, es idiosincrasia familiar. Algo que hace a tu hijo, y a vosotros como padres, seres únicos, singulares y distintos.
“Cada niño es un mundo”, un mundo por explorar. Una aventura que vivir y disfrutar. Si hace reír seguramente es un camino correcto y si hace llorar no pasa nada por dar un paso atrás hasta la última bifurcación. Y el cariño que no falte, mejor a espuertas, que la vida se encargue luego de arrebatar lo que quiera pero que por nosotros no quede. De este mundo uno sólo se lleva una mochila de momentos felices, nuestra única obligación como padres es darle los máximos, directa o indirectamente.
Basta ya de tanta tontería, o de sufrir por falsas miserias, miremos sólo hacía dentro, al patrón de nuestros propios valores. Tengo pocas dudas de que el terreno mejor abonado para la felicidad es la infancia, reguémoslo con nuestras gotas de idiosincrasia para que el bebé crezca único, singular y sonriente.