Revista Viajes
No podíamos perder la ocasión de visitar Innsbruck, puesto que una vez más estábamos en el Tirol, y esa ciudad estaba proclamada o considerada como la capital del Tirol de Austria. Especialmente porque Pau, nuestro yerno, no conocía la atrayente población, y porque mi esposa y yo, con nuestra hija Katia, deseábamos rememorar un viaje vacacional que allá por 2.008 habíamos realizado desde España a Ucrania, en el que una de las etapas había finalizado en Innsbruck.
Así que, siguiendo el río Inn desde Landeck, accedimos a la bastante bien cuidada autopista austríaca (es de peaje, aunque no con estaciones de cobro, porque el coste se paga mediante la “vignette” que ya estaba adherida en nuestro parabrisas), por la que, como la velocidad estaba limitada a 110 kms/h,
pudimos disfrutar de los verdes prados en las vertientes de las montañas, mientras que en el cada vez más amplio llano se presentaban cultivos de regadío, principalmente maíz. La distancia hasta Innsbruck, de unos 85 kms. se cubrió en una hora más o menos y la llegada a la ciudad nos impactó en cierta manera, no solamente por un calor bastante notable sino por la proliferación de turistas, que, cual hormigas o enjambre de abejas, todo lo inundaban. El contraste entre la vida al aire libre de Pians y Silvretta y en grandes espacios como la que habíamos disfrutado en días precedentes, contrastaba con el casi agobio de tantas personas en todas partes, especialmente en la zona de la María Theresien–strasse, la animada calle que conduce directamente a la auténtica y verdadera Altstadt (ciudad antigua), rodeada por el Marktgraben y Burgrabben, con un trazado de paseo triunfal y marcado por las perspectivas contrapuestas del trampolín olímpico y las cimas del Nordkette, con la inconfundible silueta de la catedral. La calle es peatonal y arranca desde el arco de triunfo (Triumphforte), construido en 1765. Destaca el Palacio Sarntheim, edificio barroco de 1680, al principio de la calle, y más adelante, la iglesia Servitenkirche, de 1614, con un importante retablo de la Sagrada Familia en su altar mayor. En línea recta se accede directamente a la Herzog-Friedrich-Strasse, la calle más característica de la Altstadt, que atraviesa el centro histórico formando una L, que flanquean pórticos decorados con bonitos emblemas. Las innúmeras tiendas conducen al turista, si no se detiene demasiado en ellas, hasta el antiguo ayuntamiento (Altes Rathaus), coronado por su torre (Stadtturm), que conduce a la atracción ciudadana más procurada, el llamado “tejadillo de oro” (Goldener Dachl), porque parte de él es una saliente que se dice cubren 2.657 láminas de cobre dorado al fuego, y que reza la historia que fue mandado construir por el emperador Maximiliano I de Habsburgo entre los siglos XV y XVI. Todo el casco antiguo es atrayente, aunque la multitud de turistas entorpece la deambulación y hasta hace poco grato detenerse para visionar todos los interesantes edificios. Al final, tras visitar el Hofburg, palacio que fue de la rama tirolesa de los Habsburgo, nos adentramos en un restaurante ya conocido de nuestro anterior viaje, y comimos unas carnes y especialidades austríacas, con las siempre apreciadas cervezas de barril (bier von fass), que en los países de cultura alemana
resultan imprescindibles. Como el calor era intenso (en contraste con el clima disfrutado en el valle de Silvretta), decidimos emprender el regreso, pero por la carretera normal, con el fallido intento de llegar por el Fernpass hasta Reutte, porque la “sección femenina” objetó a tantas curvas. Y de esta manera retornamos a Landeck, en la que una visita al supermercado nos procuró nuevos panes y carnes – el pescado en Austria casi brilla por su ausencia- y en llegando a nuestro apreciado alojamiento nos relajamos de nuevo junto al río, cenando unos fiambres. Otro día tirolés interesante, no solo por la visita a Innsbruck, sino porque nos había permitido
contrastar nuestra ansiada vida en entornos naturales con la vida urbanita, que al fin y al cabo ya la teníamos a diario en Valencia. Pero para eso están las vacaciones. Para experimentar nuevas sensaciones y disfrutar con vivencias diferentes de las habituales.El Tirol seguía apoderándose de nuestras sensaciones. SALVADOR DE PEDRO BUENDÍA
Así que, siguiendo el río Inn desde Landeck, accedimos a la bastante bien cuidada autopista austríaca (es de peaje, aunque no con estaciones de cobro, porque el coste se paga mediante la “vignette” que ya estaba adherida en nuestro parabrisas), por la que, como la velocidad estaba limitada a 110 kms/h,
pudimos disfrutar de los verdes prados en las vertientes de las montañas, mientras que en el cada vez más amplio llano se presentaban cultivos de regadío, principalmente maíz. La distancia hasta Innsbruck, de unos 85 kms. se cubrió en una hora más o menos y la llegada a la ciudad nos impactó en cierta manera, no solamente por un calor bastante notable sino por la proliferación de turistas, que, cual hormigas o enjambre de abejas, todo lo inundaban. El contraste entre la vida al aire libre de Pians y Silvretta y en grandes espacios como la que habíamos disfrutado en días precedentes, contrastaba con el casi agobio de tantas personas en todas partes, especialmente en la zona de la María Theresien–strasse, la animada calle que conduce directamente a la auténtica y verdadera Altstadt (ciudad antigua), rodeada por el Marktgraben y Burgrabben, con un trazado de paseo triunfal y marcado por las perspectivas contrapuestas del trampolín olímpico y las cimas del Nordkette, con la inconfundible silueta de la catedral. La calle es peatonal y arranca desde el arco de triunfo (Triumphforte), construido en 1765. Destaca el Palacio Sarntheim, edificio barroco de 1680, al principio de la calle, y más adelante, la iglesia Servitenkirche, de 1614, con un importante retablo de la Sagrada Familia en su altar mayor. En línea recta se accede directamente a la Herzog-Friedrich-Strasse, la calle más característica de la Altstadt, que atraviesa el centro histórico formando una L, que flanquean pórticos decorados con bonitos emblemas. Las innúmeras tiendas conducen al turista, si no se detiene demasiado en ellas, hasta el antiguo ayuntamiento (Altes Rathaus), coronado por su torre (Stadtturm), que conduce a la atracción ciudadana más procurada, el llamado “tejadillo de oro” (Goldener Dachl), porque parte de él es una saliente que se dice cubren 2.657 láminas de cobre dorado al fuego, y que reza la historia que fue mandado construir por el emperador Maximiliano I de Habsburgo entre los siglos XV y XVI. Todo el casco antiguo es atrayente, aunque la multitud de turistas entorpece la deambulación y hasta hace poco grato detenerse para visionar todos los interesantes edificios. Al final, tras visitar el Hofburg, palacio que fue de la rama tirolesa de los Habsburgo, nos adentramos en un restaurante ya conocido de nuestro anterior viaje, y comimos unas carnes y especialidades austríacas, con las siempre apreciadas cervezas de barril (bier von fass), que en los países de cultura alemana
resultan imprescindibles. Como el calor era intenso (en contraste con el clima disfrutado en el valle de Silvretta), decidimos emprender el regreso, pero por la carretera normal, con el fallido intento de llegar por el Fernpass hasta Reutte, porque la “sección femenina” objetó a tantas curvas. Y de esta manera retornamos a Landeck, en la que una visita al supermercado nos procuró nuevos panes y carnes – el pescado en Austria casi brilla por su ausencia- y en llegando a nuestro apreciado alojamiento nos relajamos de nuevo junto al río, cenando unos fiambres. Otro día tirolés interesante, no solo por la visita a Innsbruck, sino porque nos había permitido
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