Para M.F.C. y, en general, para los
pequeños amantes de los viajes.
Hace mucho, mucho tiempo, en una urbanización cerca del mar, existió una muchachita que se llamaba Anabel Lili.
Anabel Lili vivía con sus padres en un chalé adosado y tenía un amigo fiel y peludo que siempre estaba con ella. Este amigo se llamaba Zorri.
Mucha gente pensaba que Zorri era un gato. ¿Por qué? Pues porque tenía las orejas puntiagudas, cara de listo y unos ojazos… Anabel Lili estaba un poco cansada de tener que explicar a todo el mundo que no, que Zorri no era un gato.
En el chalé de al lado vivía una señora muy mayor que se llamaba doña Mirmidona y que nunca salía a la calle sin antes pasarse tres horas delante del espejo, arreglándose el peinado, pintándose las uñas y repasando el maquillaje. A Anabel Lili le daba un poco de miedo porque parecía muy seria, de tan tiesa como andaba.
Un día doña Mirmidona, al salir de casa, con el pelo bien cardado y los labios pintados de color rosa chicle, se encontró a Anabel Lili jugando con Zorri al tú la llevas. Tan concentrada en el juego estaba la niña que no se dio cuenta de saludar. Eso a su vecina no le pareció nada bien.
—Buenos días, Anabel Lili —dijo la señora con voz gruñona—. ¿Es que no te han enseñado a dar los buenos días a los vecinos?
—Lo siento, doña Mirmidona —se disculpó la niña—, es que estaba jugando con Zorri.
—¡Ay, Zorri, Zorri! ¡No me gusta nada ese gato tuyo! —respondió doña Mirmidona, y se fue toda orgullosa, conduciendo su coche descapotable.
Anabel Lili se quedó enfadadísima, pensando por qué todo el mundo se cree que Zorri es un gato, y pensando también que ya estaba harta de tener que dar siempre la misma explicación. Además, no le gustaba nada el perfume que siempre usaba doña Mirmidona, ni el espantoso ruido que hacía aquel horrible coche descapotable. Al verla tan enfurruñada, sus padres trataron de tranquilizarla, diciéndole:
—Bueno, bueno. No te enfades. Hay que tener paciencia con la gente.
Entonces llegó el verano, se acabó el colegio y un día la madre de Anabel Lili llegó a casa muy contenta, gritando:
—¡Venga, venga, todo el mundo a hacer las maletas! ¡Nos vamos de vacaciones!
—¿Adónde? —preguntó el padre de Anabel Lili, con cara de despistado.
A las islas Azores. Iremos a ver ballenas y delfines. Además, según tengo entendido, son unas islas muy bonitas y están llenas de flores por todas partes. ¡Os gustarán!
—¡Bravo! —gritaron al mismo tiempo Anabel Lili y su padre.
—Sólo hay un pequeño inconveniente —dijo la madre—. Zorri no puede venir porque tenemos que ir en avión y la compañía aérea no admite mascotas.
Anabel Lili se quedó planchada. Nunca se había separado de Zorri y no quería dejarlo solo. Por otra parte, ver ballenas y delfines era su gran sueño, y le encantaba viajar e ir a sitios donde la gente hablaba otros idiomas. No sabía qué hacer.
—No te preocupes, buscaremos a alguien que se quede con Zorri y que lo trate muy bien hasta que volvamos —la tranquilizó su padre.
Así que se pusieron rápidamente a hacer llamadas telefónicas y a mandar mensajes a todos sus amigos y familiares para encontrar a alguien que pudiera cuidar de Zorri. Pero nada, no hubo manera de encontrar a nadie. Como era verano, todo el mundo quería irse de vacaciones.
—Sólo nos queda una posibilidad —dijo la madre—. Tenemos que pedírselo a doña Mirmidona.
Anabel Lili se asustó con sólo oír el nombre de su vecina, pero no le dio tiempo a impedir que su madre fuera a llamar a la puerta del chalé de al lado y que volviera diciendo:
—Todo arreglado, ya nos podemos ir de vacaciones.
Todo el viaje en avión se lo pasó Anabel Lili dándole vueltas a la cabeza, pensando que doña Mirmidona, con lo severa que era y con toda esa preocupación suya por la peluquería y el maquillaje, no iba a tratar bien a Zorri, y que Zorri la iba a echar mucho de menos porque no iba a tener con quién jugar.
Pero en cuanto aterrizó en las Azores, se olvidó de sus preocupaciones. Durante cinco días se lo pasó genial recorriendo las islas, navegando en busca de los delfines y las ballenas, haciendo fotos a las grandes matas de hortensias que crecían al borde de las carreteras y escribiendo postales para explicarles a sus abuelos lo bonito que era todo aquello.
Cuando volvió a casa, lo primero que hizo después de ir corriendo a hacer pis fue llamar a la puerta de su vecina. Estuvo un buen rato tocando el timbre sin que nadie contestara, hasta que se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. Anabel Lili entró diciendo:
—Doña Mirmidona, ¿está usted en casa? Vengo a buscar a Zorri.
Como nadie contestaba, miró en todas las habitaciones, hasta que llegó a la cocina y allí se encontró a su vecina jugando al tú la llevas con Zorri. La mujer estaba en bata, muy despeinada y sin nada de maquillaje, y se reía a grandes carcajadas corriendo detrás de Zorri, que también se lo estaba pasando muy bien.
—¡Buenas tardes, doña Mirmidona! —gritó.
Entonces, la señora dejó de correr, abrazó a la niña y le dio un beso muy grande. Y le dijo:
—Caramba, muchachita, veo que el viaje te ha sentado de maravilla. Estás muy morena y tus modales han mejorado una barbaridad.
—Gracias por cuidar de Zorri.
—De nada, ha sido un placer. En realidad, siempre me han gustado mucho los gatos.
Anabel Lili le dio un gran achuchón a Zorri, se despidió y, cuando estuvo segura de que doña Mirmidona no la podía oír, le dijo a su peludo y fiel amigo:
—¿Sabes, Zorri? Hay que tener mucha, mucha paciencia con la gente.
FIN.