Revista Cine

Pétalos, pistilos, estambres

Publicado el 25 febrero 2010 por Jesuscortes
PÉTALOS, PISTILOS, ESTAMBRESTras las grandes obras que le otorgaron un puesto de honor entre los realizadores de vanguardia de finales de la época muda y principios del sonoro -no desde luego la primera que conozco de las que realizó, "Sumka dipkuryera" de 1927, de todas formas imaginativa visualmente, pero sí las siguientes hasta "Shchors" del 39 - con, para mi gusto, "Arsenal" y "Zemlya" como cumbres, la pista sobre Aleksandr Dovzhenko en buena medida se difumina.En aquellos primeros años de su carrera, su cine parecía venir de otro planeta. Las múltiples texturas, el montaje, la estructura, el ritmo... todo habla de una concepción de este arte que nada tiene que ver con el canon (narrativo y de asociación de ideas - una auténtica tormenta que proyectaba al infinito el sueño "teórico" de algunos de sus compatriotas -, menos aún comercial) establecido como viable; tampoco lo fueron, mucho más tarde, cuando algunos de esos hallazgos fueron recuperados de alguna manera por Jean-Luc Godard, que le ha seguido teniendo muy en cuenta hasta nuestros días.Bastantes menos adhesiones - menos aún ahora que, excepto que se tengan contactos con la Universidad de Columbia, que tiene un inusual Club Cinematográfico Ucraniano que ha editado un tesoro en forma de 10 DVD´s con su obra restaurada destinado a Embajadas (!), sólo quedan las grabaciones de la RAI como consuelo - ha generado "Michurin", ya en 1948, que trajo de vuelta a Dovzhenko al mundo "de los vivos" (sólo dirigiría una película más, "Proshchay, Amerika!", un año después, incompleta y remontada ya en los 90, para dejar el testigo a la mujer que lo acompañaba personal y profesionalmente, algo más que una ayudante de dirección como aparece en los títulos de crédito, desde sus comienzos, Yuliya Solntseva) tras una serie de documentales sobre su querida Ucrania (sólo conozco "Bitva za nashu Sovetskuyu Ukrainu" del 43), floreciendo (como reza su bonito título anglosajón, "Life in bloom"), en un registro que parece a primera vista muy distinto a lo que se conocía de él. PÉTALOS, PISTILOS, ESTAMBRESPero "Michurin" no resulta ser (aunque es lo que debía) una biografía al uso sobre el gran botanista ni parece concebida para arrojar luz sobre si los experimentos y estudios genéticos de Ivan Vladimirovich Michurin, gloria nacional, contradecían o no las teorías evolutivas de Darwin, algo que aún hoy, por lo que he podido averiguar, genera polémicas.Resulta fácil catalogar cualquier película rusa de estos años y casi hasta que llegan Tarkovsky, Paradjanov o Klimov en los 60 (los últimos Barnet, los primeros Khutsiyev, Basov y otros cuentan menos y alguna "contaminación" imperdonable se ve que deben tener para no haberse ganado el aprecio de la crítica) como un simple panfleto propagandístico, una edulcorada glosa de un sistema totalitario dirigida a consumo interno y, se dirá que ingenuamente, a despejar dudas a foráneos sobre el éxito de la Revolución. Creo que Dovzhenko, harto de injerencias políticas (a veces en forma de premios, que no sólo de contraórdenes y censuras vive un Régimen), decide por fin sacar partido al escenario en que está condenado a moverse e intenta aplicar su sabiduría a esta historia que podría haber sido uno más de los cientos de folletines pro-stalinistas que invadían los cines del país.
PÉTALOS, PISTILOS, ESTAMBRES"Michurin" es en realidad una gran excusa para impresionar de nuevo, y por primera vez en color, en una pantalla de cine el sueño que Dovzhenko acarició siempre: el cine como una explosión de composiciones; en este caso fascinantemente "enriquecido", una especie de triple híbrido, apropiadamente por el tema que trata, mezcla de aquellas obras antes citadas, el documento de exaltación patriota socio-político que había cultivado en los años previos y el gran melodrama, con su buena dosis de comedia costumbrista, soviético que hunde sus raíces en el siglo XIX.Dovzhenko hace como si se olvidara de ciertas reglas escritas y no escritas, apela a la inteligencia del espectador y restituye al cine de esos años - en una inesperada conexión con lo que estaba haciendo Cocteau - uno de sus grandes placeres perdidos, el de la libertad de la mirada.Ya que nada puede parar el torrente de imágenes de "Michurin" hasta el punto que podría uno desentenderse de la historia - y tal y como pasaba con sus a menudo difíciles, extrañas, desconcertantes obras de los 20 y 30, gozar con el subyugante paso de los fotogramas - se puede elegir al verla.
Seguir la historia, precisa y modulada, menos maniquea y simplista de lo que se supone, de fidelidad inquebrantable a la gran patria de alguien reconocido como de inteligencia superior (y ejemplificador, se entiende), pese a los cantos de sirena capitalistas o bien (o, mejor aún, también) deleitarse con la ingeniería y el cromatismo de los planos de jardines y paisajes, un espectáculo, que, desde la primera escena, interrumpen llamativa y reiteradamente la narración, abriéndose paso por caminos que no son más que una exploración interior de hasta qué punto puede el objetivo de una cámara captar la vida, en una metáfora del propio trabajo científico descrito, que pese a tener como fin último alterar el orden biológico en busca del progreso, termina capitulando - la ciencia como magia - ante la belleza de la selección natural.

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