Revista Libros

Philip K. Dick. Una mirada a la oscuridad

Publicado el 28 noviembre 2011 por Kaplan
Hay novelas tan buenas entre las casi 40 escritas por Philip K. Dick y es tan grande la variedad con la que supo rodear su tema favorito, la realidad dudosa, que no sólo los meros aficionados, sino también sus exégetas dan respuestas distintas si les preguntas cuál es la mejor de entre todas las escritas por el norteamericano. Mi favorita es Una mirada a la oscuridad, a pesar de que otras cuantas me tienten bastante. Ubik representa el núcleo conceptual del ideario que a la postre le daría la popularidad, Valis recoge con primor el proceso de su metamorfosis mística, El hombre en el castillo supuso una revolución dentro del subgénero ucrónico, y obras como Los tres estigmas de Palmer Eldritch o Tiempo de Marte atesoran también bondades indiscutibles. Sin embargo, aunque todas esas novelas poseen trasfondos de inmensa originalidad y calado, creo que la que reseño a continuación las supera en cuanto a virtudes literarias.
Fue adaptada al cine hace unos años, aunque con un resultado un tanto insatisfactorio debido, en mi opinión, a la técnica de dibujo sobre imagen real empleada por su director Richard Linklater. Si bien hay otras novelas "espaciales" en las que el uso del rotoscopio hubiera servido para potenciar el escenario, en esta, que desarrolla una historia en la que lo importante no es el decorado sino los personajes y los diálogos, no me parece precisamente apropiado. La novela, de marcado cariz autobiográfico, muestra más de Philip K. Dick, la persona, que ninguna otra, y es una obra tan sincera y honesta que en su momento llegó, incluso, a emocionarme.
A principio de los 70, la relación de Philip K. Dick con las drogas se estrechó hasta alcanzar un punto crítico. Fueron tiempos difíciles para el iluminado de Chicago. La pancreatitis producida por el abuso de anfetaminas estuvo a punto de acabar con él. Al mismo tiempo, Nancy, su cuarta mujer, lo abandonaba llevándose con ella a la hija de ambos. Dick tocó fondo, dejó de escribir y se encerró en su casa de Santa Venetia junto con una caterva de amigos con los que compartía su adicción a las drogas. De aquel oscuro periodo de malestares, abusos y desgana existencial sólo dimanó Philip K. Dick. Una mirada a la oscuridad un aspecto positivo, una obra soterradamente autobiográfica titulada Una mirada a la oscuridad.
La novela, publicada en 1977, ofrece una vívida panorámica del mundillo de la droga, especialmente del lumpen que se mueve a su alrededor. Narra las desventuras de un policía llamado Fred y su inmersión en el submundo del narco callejero bajo el disfraz del traficante Bob Arctor. Para eludir el riesgo de ser reconocido como agente de policía, Fred lleva un dispositivo de camuflaje en todas sus apariciones. Su capacidad de integración es tan buena que, debido a la degeneración que provoca en su cerebro la llamada Sustancia D, acaba vigilándose a sí mismo y disociando en su cabeza ambas personalidades.
Al escritor le importan más el factor humano, la convivencia y el día a día de los drogodependientes que el propio producto adictivo. Dick elude el protagonismo individual desde el principio y convierte a Bob Arctor, su alter ego, en un elemento más entre el grupo de personajes, retardando su entrada en acción. Aunque Dick trata de abordar sus recuerdos con objetividad, en el texto se traslucen una nostalgia oculta y una cierta amargura, acentuadas ambas por la escalofriante nota con la que el autor cierra el libro y en la que se incluye a sí mismo en una lista de lo que bien podrían ser "bajas de guerra". Una mirada a la oscuridad es una de esas novelas de carácter personal en las que el escritor vuelca algo muy íntimo página a página, experiencias que lo marcaron profundamente para el resto de su vida. Y al igual que sucede en otras obras de este tipo, como por ejemplo la magnífica Muero por dentro de Robert Silverberg, la ira y la indefensión acaban por dar paso, de forma irrevocable, a la resignación.
El soporte fantástico —una sociedad conformada en torno a una nueva droga— está supeditado a los verdaderos protagonistas, los personajes, y sólo cobra importancia en el desasosegante y emotivo final. Dick los recuerda con amor (al fin y al cabo, están basados en sus amigos y en él mismo), pero no hace concesiones y los expone al lector tal como existieron y murieron. Llegado el final, cruda y desesperanzada denuncia de un sistema corrupto, no puede evitar convertir a su sosias en un héroe y concederle la redención. Dick no trata tanto de expulsar sus fantasmas como de narrar algo que simplemente fue, que ocurrió y que ya es irremediable. Ahí están, todavía divirtiéndose, todavía sufriendo, personas reales a las que quiso, como Kathy Demuelle o Ray Nelson, y también los extraños sucesos de aquellos días, como la nunca aclarada entrada de fuerzas gubernamentales en su casa.
La cotidianidad yonqui, la influencia de las drogas en la sociedad y el desenfado casi reivindicativo con el que los protagonistas llevan su consumo, así como el efecto de perversión mental que produce en el policía infiltrado su contacto con el mundo de la calle, recoge influencias, por una parte de la corriente beat que imperaba en la época de gestación, a finales de los 60, y por otra de las posteriores películas setenteras que abordaron el tema desde una nueva perspectiva. Dick aporta su inimitable punto de vista e inyecta en su libro grandes dosis de paranoia, esquizofrenia, alucinación, obsesión y, en definitiva, duda de lo real. Y, por supuesto, añade su peculiar sentido del humor, brillante en las numerosas conversaciones entre los colegas, las cuales provocan en el lector más de una carcajada. Formalmente, la novela se abre también a la experimentación estilística, sumando a la narración habitual párrafos en alemán o líneas de diálogos teatrales que ayudan a potenciar los efectos alucinatorios de la narración.
Como siempre, esta creación de Philip K. Dick supone una sorpresa continua, una sensación de déjà vu inverso que se acrecienta con cada página. Dick abordó su obsesión, lo ilusorio de la realidad, con argumentos tan disímiles como originales. El tiempo ha pasado y ha permitido vislumbrar la genialidad en la obra de un escritor tan visionario como desequilibrado. Hoy, cuando el proceso de dickización recorre las artes narrativas, basta echar una ojeada a esta extraordinaria novela para encontrar, por ejemplo, a Tarantino en sus diálogos, a Gibson en su atmósfera y, por supuesto, a Tyler Durden en Bob Arctor.
Una mirada a la oscuridad es, ante todo, uno de los Dick más personales, una novela extraordinaria.
La versión original de esta reseña fue publicada en el nº 36 de la revista Gigamesh.


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