De vuelta a Alemania, tras años de perder el tiempo filmando casquería comercial en Hollywood, Robert Schwentke ha filmado su mejor película, a decir verdad, su única película relevante. Coproducida con Francia y Polonia, El capitán se basa en un hecho real para narrar la odisea personal de Herold, un joven soldado alemán de 19 años (Max Hubacher), desertor en los últimos días de la Segunda Guerra Mundial, en cuya historia en persecución de la supervivencia se filtra una de las más devastadoras paradojas del ser humano: convertirse en aquello de lo que, en teoría, se está huyendo. Perseguido por sus antiguos camaradas de armas para, como dicen las ordenanzas, pagar su deserción con la muerte (aunque en una forma que recuerda más a la caza del hombre que a un prodecimiento disciplinario militar), el azar quiere que en un vehículo militar abandonado encuentre el equipaje y los pertrechos de un capitán de la Luftwaffe, la fuerza aérea alemana. Las ropas que en un principio le sirven únicamente para protegerse del frío de las últimas semanas de invierno, sin embargo, producen un resultado muy distinto. Descubierto con su nueva indumentaria por un soldado extraviado (Milan Peschel), este solicita ponerse a sus órdenes, reparar el vehículo y acompañarle en su misión, sea cual sea esta. El uniforme proyecta un doble efecto: hacia el exterior, y a pesar de la juventud y la naturaleza aparentemente frágil de Herold, constituye uno de los últimos destellos de un régimen, el III Reich, que en aquel momento ha adquirido la forma de un puñado de soldados andrajosos, de abrigos deshilachados y botas destrozadas, faltos de víveres y de munición, que campan por los bosques alemanes, hambrientos y sucios. Algunos de ellos, faltos de iniciativa, perdidos, desmoralizados, hartos de deambular sin objeto ni sentido, impacientes de que la pesadilla acabe de una vez, no vacilarán en cobijarse bajo su autoridad para dotar a sus días de cierto orden. Hacia el interior, el uniforme impregna al joven desertor de una personalidad nueva: acostumbrado a obedecer, al maltrato de los oficiales, a ser carne de cañón, a la barbarie y la violencia que ha sufrido como tropa de a pie, Herold descubre la guerra vista desde el otro lado, desde el mando, desde el poder que se ejerce sobre los demás, desde la administración de la vida y la muerte. El uniforme se convierte en una droga, en un poder más fuerte que la voluntad, en un generador de horror por sí mismo más avasallador que sus peores fantasías previas. La lucha por la supervivencia, la picaresca de quien hasta entonces subsistía robando en granjas, comiendo hojas y matando pequeños animales, deriva en infierno particular, en apoteosis del horror, en venganza personal y en fábrica de muerte. La preservación de su nueva identidad y de sus privilegios (camas con sábanas limpias, comida caliente, atención, obediencia y sumisión) le obliga a una huida hacia adelante que convierte al joven soldado en la misma bestia que pocos días antes intentaba acabar con él, mientras el país está a punto de derrumbarse ante los aliados. Nada hay, ningún valor, ideal o principio, mayor ni más importante que la propia supervivencia, aunque eso implique asesinar a pobres desgraciados, a muertos en vida, a aquellos que no cuentan.
El pícaro del inicio, el impostor, el suplantador de personalidad que difícilmente engaña a unos soldados que le siguen por conveniencia (se protegen bajo la autoridad de un falso oficial que sería quien pagara los platos rotos en caso de ser descubiertos por la policía militar), da paso a la bestia. Herold ejerce así de metáfora del devenir de la sociedad alemana del periodo 1933-1945, de los consentidores del horror y de quienes militaron fervientemente en él, por convencimiento o por perturbación. La conclusión de la película, el desenlace del personaje una vez que es descubierto por el ejército, resulta en este punto tan brillante como pesimista, de un pragmatismo tan lúcido como desgarrador. La guerra, la barbarie, el horror, tienen su propia escala de valores, sus propios principios, y el primero de todos ellos es vivir. Como sea, a costa de lo que sea. Cada situación en la que Herold teme ser descubierto precisa de una demostración de su compromiso con el régimen y con la muerte, con el terror y con la violencia. De cada encrucijada de miedos propios emerge Herold mutado en carnicero, en un ser brutal sin escrúpulos ni sentimientos. Herold es la Alemania de la Depresión, la del Reich, la de la guerra y la de la derrota, pero también la de la reconstrucción y la del futuro. A este respecto, los créditos finales, con la unidad de desarrapados que dirige Herold circulando por una ciudad moderna, entre vehículos actuales, con sus uniformes nazis y sus armas, parando a la gente en la calle y pidiéndoles su documentación, resulta de lo más ilustrativa. El horror no se crea ni se destruye, solo se transforma.
La película tiene la virtud de que enfoca en los propios alemanes la imagen que tan a menudo el cine ofrece de sus acciones frente a sus adversarios, militares y civiles. Los campos de concentración, las alambradas, las ejecuciones sumarias, las fosas de cadáveres, los asesinatos selectivos, los tiros en la nuca, esta vez se dan entre alemanes. Alemanes son los ejecutores y los ejecutados, los guardianes y los prisioneros, los asesinos y sus víctimas. Así, la película gana dimensión en esa lectura metafórica sobre la deriva alemana durante tres décadas. La picaresca se da la mano con el cine de Sam Peckinpah en La cruz de hierro (Cross of Iron, 1977) y con la desgracia de las tropas alemanas de Stalingrado (Joseph Vismaier, 1993), pero remite también, aunque desde una perspectiva más brutal y explícita, a análisis sobre el germen de la violencia presente en determinadas sociedades que Michael Haneke presenta en La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), con la que emparenta en su uso duro y seco del blanco y negro. El problema de la película radica tal vez en que, aunque acierta al distanciar a Herold del nazismo más fanático o de la caricatura que de él suele hacer el cine de Hollywood, nada explica del joven desertor. Su naturaleza interior, su vida previa, su verdad emocional no aparecen reflejadas en ningún momento; nada se sabe de él desde que la suplantación le confiere ese carácter frío, esa indiferencia brutal, ese gusto por la sangre derramada y por la devastación a su alrededor.
Sobrecogedora en su inicio, filmada con tacto, sensibilidad y gusto por el detalle, alejada de grandilocuencias formales, más efectiva que efectista, la película presenta un necesario y descarnado relato, casi animal, de la guerra, aunque esa mirada minimalista, particular, sobre un personaje en concreto, que es desde donde nace la fuerza del mensaje (la suplantación, la mentira, la farsa, y el punto hasta que que mantanerlas para sobrevivir), se diluye a medida que se multiplican sus aventuras y se entremezclan nuevos personajes y situaciones. Su gran acierto, sin embargo, consiste en que muestra el horror desde una perspectiva poco habitual, la intimidad personal de quien lo genera y lo extiende, de quien convierte la guerra en lo que es. A pesar de las imágenes de paisajes, tiroteos y violencia, no hay vocación de espectacularidad sino tormento, no hay explotación de la acción sino lamento y reflexión. La película ofrece un perfil psicológico del soldado alemán, exportable a otros tiempos y a otras nacionalidades, y de su relación con el terror en el que vive. Lástima que Herold se quede en mero vehículo metafórico y que el guión no se moleste en intentar que el espectador empatice con él antes de su deriva final; el mensaje no es ni la mitad de valiente, duro, contradictorio y terrorífico que podría llegar a ser si Herold, en vez de ser una personificación de Alemania, fuera, simplemente, una versión de nosotros mismos.