Una de las características que definen la crítica moderna es la progresiva importancia que ha ido adquiriendo el lector en el hecho literario. El paulatino reconocimiento de su papel no le confiere ya una mera función pasiva como mero destinatario, sino que llega a interpretarse su labor lectora en clave de labor creadora. A este respecto, el cuento borgesiano titulado “Pierre Menard, autor del Quijote” fue un verdadero precursor de las corrientes teóricas que hoy día conocemos como “Estética de la recepción”. FRANCISCO GARCÍA JURADO HLGE
Pierre Menard se propone volver a escribir el Quijote letra a letra, pero no como efecto de una mera copia. Borges dará a esta hazaña lectora el nombre de “obra subterránea”. El fin último es dar lugar a un texto que aparentemente presenta el mismo aspecto que el de partida, aunque su sentido resultante sea bien distinto. De esta forma (y aunque este ejemplo no esté tomado del cuento, sino deducido), si el mero comienzo de la obra (“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”) tenía para Cervantes connotaciones evidentemente locales y biográficas, para un francés como Menard esta referencia geográfica habría de ser necesariamente exótica, propia de un hispanista foráneo. El mero comienzo del Quijote (re)escrito por Pierre Menard ya sería, por tanto, esencialmente diferente en su propia apreciación de los lugares referidos. Pierre Menard se ha convertido, por tanto, en la gran metáfora del lector-creador, hacedor de nuevos sentidos para las obras. El efecto “Pierre Menard” acontece a menudo dentro de nuestra historia no académica de la literatura grecolatina en las letras modernas. Cuando Augusto Monterroso relee un epigrama del poeta Ausonio como un cuento breve, o cuando el propio Borges relee un pasaje de la Naturalis Historia de Plinio el Viejo en clave de relato fantástico, asistimos al prodigioso efecto de la lectura creativa, transformadora de sentidos. FRANCISCO GARCÍA JURADO