Retomamos la carrera de Andrew V. McLaglen, hijo del famoso actor Victor McLaglen, para hablar de otro bélico menor de su filmografía. Ya tratamos al ocuparnos de Patos salvajes de las querencias del director por emular o, directamente, copiar argumentos y tramas de otras cintas de mayor éxito y calidad, así como de seguir la estela, a una pequeña escala ajustada a la medida de su talento visual y narrativo, de su maestro John Ford tanto en el western como en el cine clásico. Pero si la rescatamos, más allá de su ligereza y sus imperfecciones, es por lo “exótico” de su localización, nada menos que la colonia portuguesa de Goa, en India, en plena Segunda Guerra Mundial. Mucha gente ya no recuerda que el portugués fue el primer imperio colonial europeo en surgir (allá por las postrimerías del siglo XV) y el último en desaparecer (Angola y Mozambique se independizaron bien entrados los años 70 del pasado siglo, Goa fue entregada a India a principios de los 60, casi tres lustros después de que los ingleses se marcharan, y Macao volvió a manos chinas por el efecto dominó surgido de la devolución de Hong Kong por los británicos, ya en los años 90 del siglo XX). Esta circunstancia, la singularidad de un enclave luso en suelo indio, capitaliza buena parte de los condicionantes de Lobos marinos (The sea wolves, 1980), especie de refrito actualizado (y envejecido) de la célebre Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, J. Lee Thompson, 1961), de la que toma incluso una parte sustancial de su reparto, las presencias de Gregory Peck y David Niven, soportadas por otros habituales del cine bélico en el subgénero de comandos, Trevor Howard y Roger Moore, que pareció abonarse a este tipo de productos como vía de escape y popularidad al margen de su caracterización como James Bond.
En sus 121 minutos, Lobos marinos ofrece una narración canónica del subgénero de comandos, si bien con dos particularidades, en ningún caso originales ni únicas, que la distinguen: en primer lugar, un tono ligero de comedia que impregna la acción y que en buena parte logra frivolizar con un tema demasiado serio como es la guerra y la muerte de más de sesenta millones de personas en el peor conflicto bélico sufrido por el ser humano. Por otro lado, este poso humorístico descansa en buena parte en el hecho de que, por razones políticas, la misión sea encomendada a un grupo de jubilados de las armas, combatientes de la Gran Guerra de décadas atrás, que se ven inmersos en una segunda juventud guerrera de nuevo enfrentados a los alemanes. La mezcla de humor, espionaje y acción, que resulta fluida y mantiene el interés, si bien carece de virtuosismos visuales o narrativos de cualquier tipo, se asienta sobre una premisa básica: los británicos han captado señales de radio alemanas que, desde Goa, advierten a sus submarinos de los movimientos de tropas y los transportes de material y víveres de los barcos aliados, que son sistemáticamente atacados y hundidos, poniendo el peligro el desarrollo de las operaciones en los frentes de esa parte del mundo. Como Goa es una colonia portuguesa, país que, como la España de Franco, se declaró no beligerante pero, como buena dictadura fascista que era y más o menos en contra de su tradición histórica, siempre favorable a Gran Bretaña, no deseaba desagradar demasiado a Hitler, los británicos no pueden atacar a los alemanes en terreno neutral sin temor a que Portugal proteste o incluso se oponga a los aliados, de modo que se impone una solución a medio camino de la agresión abierta. Después de que el coronel Pugh (Gregory Peck) y el capitán Stewart (Roger Moore) se infiltren en la colonia y averigüen que las emisoras de radio se esconden en unos buques mercantes alemanes anclados en el puerto, el alto mando aliado diseña una operación que, con la misión de volarlos y hundirlos, es encargada a un grupo de veteranos de los regimientos coloniales de la India, ya jubilados, encabezados por el ex coronel Bill Grice (David Niven), Jack Cartwright (Trevor Howard) y el mayor Crossley (Patrick Macnee), experto en explosivos, de modo que si algo sale mal y son capturados, no posean vinculación alguna con los ejércitos aliados.
Esta debilidad de planteamiento (la nacionalidad de los detenidos, en su caso, y su pasado militar, además del objeto de su presencia en Goa, probaría ampliamente su vinculación a los aliados independientemente de su adscripción militar o su condición de civiles, sin olvidar la más que probable acusación de espionaje en todo caso) hace que la trama de la película flojee desde su concepción, y que el presunto atractivo de la cinta descanse en la acción y el humor además de en el tramo inicial, consagrado al espionaje y a la particular relación que Stewart entabla con una hermosa y misteriosa mujer, Agnes Cromwell (Barbara Kellerman), una británica residente en Goa que mantiene estrechos vínculos con aquellos personajes que, para los ingleses, guardan relación con las emisiones de radio alemanas. De modo que además de los misterios y secretos propios del género, se introduzca en el argumento la cuestión sentimental y/o sexual de atracción y repulsión mutua, que es esquemáticamente liquidada al dibujar McLaglen el personaje de Agnes como un arquetipo excesivamente plano, de una única dimensión traidora y malvada. Por otra parte, el director introduce elementos de suspense que maneja adecuadamente pero suenan a ya vistos. El más destacado es el uso por parte de los voluntarios británicos de un destartalado barco de transporte para su traslado a las aguas de Goa, un buque a punto de hundirse que, como camuflaje ante posibles inspecciones alemanas, sea lo bastante poco tentador como para que los submarinos nazis hagan caso omiso de él; la precariedad de su estado y el mal funcionamiento de su motor son el elemento central del suspense final de la película, tramo en el que está en juego no sólo el éxito de la misión sino la supervivencia de los “héroes” y su posibilidad de huir y volver a casa.
Carente de secuencias de acción apreciables, aun sin llegar a lo grotesco ni a lo risible, efectiva y cumplidora de los mínimos pero sin ningún plus, prisionera de los cánones más convencionales del género, el punto más disfrutable de la cinta son las estupendas interpretaciones de todo el elenco, cosa en modo alguno rara teniendo en cuenta la amplia presencia de numerosos actores británicos veteranos, que aportan no sólo la típica visión ácida del mundo propia de la ironía de las islas sino también un divertido juego de complicidades con el espectador derivadas de los achaques de la edad, de la pérdida de facultades por parte de un grupo de jubilados que intenta reverdecer antiguos laureles, recuperar el tiempo perdido y los aires de juventud. Especialmente divertido es el hecho de que gran parte de éstos, mientras no temen enfrentarse con las armas en la mano a los alemanes, sí tiemblan de temor ante el hecho de que sus esposas averigüen la verdad sobre sus actividades durante el fin de semana que han dicho que iban a pasar fuera en compañía de unos amigos de su club. Mención aparte de este hecho merece la caracterización de Trevor Howard como padre de un soldado muerto en combate que busca mediante su participación en la misión un doble objetivo personal: vengar a su hijo y, por otra parte, recuperar su autoestima, maltrecha durante años de dependencia extrema del alcohol (un papel un tanto arquetípico, también en la filmografía de Ford, pero que Howard podía interpretar a la perfección como ningún otro, dada su proverbial vinculación al bebercio). Otro aspecto interesante son las localizaciones de exteriores, rodadas en la propia Goa, que permiten acercarse a un entorno colonial más o menos evidente todavía en la década de los ochenta, con sus distintos tonos o ambientes en función de si se trata de ciudadanos blancos (barrios residenciales, hoteles de lujo, casinos y mansiones) o autóctonos (barriadas de pescadores, casas de madera, mercadillos populares y bullicio en las calles).
En suma, una película entretenida para los amantes del cine de acción en el entorno de la Segunda Guerra Mundial, sin especial brillo en ninguna de sus facetas pero resultona, curiosa y demostrativa de cómo y hasta qué punto habían caducado ya los modos y maneras clásicos de rodar este tipo de historias una vez superados los modelos de producción, y también las estéticas, del periodo de los grandes estudios. Lobos marinos, tanto en la forma como en sus intérpretes, es una prueba evidente de cine pasado de moda, de película agotada, perteneciente a otro tiempo. Un anacronismo cinematográfico que crítica y público premiaron con la más absoluta indiferencia.