Revista Medio Ambiente

Piteas, el Ártico y otros prodigios sorprendentes

Por Ne0bi0 @buenosviajeros

Hoy vivimos tiempos frenéticos, días en los que el desarrollo científico parece imparable y las innovaciones no dejan de sucederse, olvidando con fruición un pasado que, lejos de resultar anodino, estuvo lleno de amor por el conocimiento y la creatividad, provocando sorprendentes acontecimientos. Tres episodios esculpidos por los griegos sobresalen a la hora continuar impresionándonos en la actualidad.

Piteas, el primer gran explorador

La que probablemente sea la primera exploración marítima de la historia -al menos, desde que contamos con testimonio escrito- es la de Piteas, un habitante de la polis conocida como Massalia, población situada en la actual Marsella.

Aún no podemos precisar si en Piteas predominaba el afán explorador o la necesidad de encontrar nuevas rutas comerciales

No sabemos si en su ánimo predominaba el afán explorador -ya fuera voluntario o motivado por Alejandro Magno - o la necesidad de encontrar socios y nuevas rutas comerciales para el codiciado ámbar y el estaño, este último monopolizado por la metrópolis norteafricana de Cartago, tal como sostiene Luis García Moreno, historiador de la Universidad de Alcalá. Lo que sí conocemos con suficiente certeza, sin embargo, es que Piteas consiguió circunnavegar Iberia -constatando que aquella no era sino una península-, llegar a las islas británicas, Dinamarca e Irlanda.

Es a partir de aquí cuando nace la leyenda. Desconocemos si lo que Piteas denominó isla de Tule en su perdido libro Sobre el océano pudo ser Islandia, pero según las descripciones que han sobrevivido hasta nuestros días de la mano de geógrafos e historiadores -tanto detractores como afines a sus logros- como Estrabón, Polibio o Hiparco de Nicea, la expedición encontró una isla desde donde siguió hacia el norte hasta que, de pronto, ya no pudo avanzar más; esa zona, según se cree, pudieron ser las aguas del Círculo Polar Ártico.

En cualquier caso, Piteas actuó con precisión científica a la hora de cartografiar la geografía que fue encontrando, además de calcular con extraordinaria precisión la latitud de la actual Marsella, entre otros logros como haber observado las auroras boreales y vinculado las mareas a las fases de la luna. Un desafío que no sería superado hasta las más avezadas navegaciones portuguesas y castellanas, proyectos que no comenzarían a llevarse a cabo hasta más de mil años después de su viaje.

Arquitas de Tarento y su paloma de vapor

Sobre la misma época en que tuvo lugar la expedición de Piteas fue otro griego, Arquitas de Tarento, quien logró realizar un prodigio que, a la larga, significaría la primera piedra de la aeronáutica: demostrar que la habilidad humana también puede construir artilugios capaces de volar con autonomía, de forma semejante a las aves.

Tal como nos cuenta uno de los más destacados historiadores y doxógrafos griegos, Diógenes Laercio, en el Libro VIII de su obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, Arquitas de Tarento fue un estadista, un general y, sobre todo, un filósofo extraordinario. Intentó rescatar a Platón tras su fallido experimento de sociedad ideal en la vecina Siracusa, nos legó un importante patrimonio matemático -del que nos ha quedado, por ejemplo, la conocida "curva de Arquitas"-, la probable invención del tornillo como sustituto del clavo y, según afirma Aristóteles en Política, también del sonajero.

El artefacto más curioso de Arquitas de Tarento fue una paloma mecánica, probablemente impulsada por vapor, que logró volar por sí sola

El artefacto más curioso, no obstante, fue una paloma mecánica, probablemente impulsada por vapor, que logró volar por sí sola durante cierto tiempo. Tal y como nos cuenta el escritor romano Aulo Gelio en Noches Áticas: "Una paloma construida por Arquitas, con auxilio de la mecánica, voló. Sin duda se sostenía por medio del equilibrio, mientras que el aire que encerraba secretamente la hacía moverse". Según el filósofo Favorino, como recuerda Aulo Gelio en el mismo libro, "Arquitas de Tarento construyó una paloma de madera que volaba pero, en cuanto se paraba, ya no volaba más, el mecanismo se detenía aquí".

Arquitas quería demostrar con su experimento que el arte de volar, si bien resultaba todavía indescifrable, no era patrimonio exclusivo de ciertos seres vivos, deidades o relatos míticos, sino que también podía ser replicada por el ser humano. Y lo logró, sin duda, antes que nadie en la historia.

El 'diolkos' de Corinto

¿Es posible la existencia de un ferrocarril seiscientos años antes de nuestra era? En efecto, este existió (si bien marcado por las restricciones inherentes de la antigüedad).

La ciudad griega de Corinto se encuentra en un enclave privilegiado: situada en el istmo que ha tomado el patronímico de la ciudad y que une la Hélade -es decir, la Grecia continental- con la península del Peloponeso, de apenas seis kilómetros de ancho, sus habitantes lograron aprovechar desde la antigüedad su crucial ubicación para hacer del comercio una de sus principales fuentes de riqueza. Algo relativamente sencillo en una Grecia dividida en ciudades-estado en la que este peculiar asentamiento se encontraba entre dos de las urbes más pujantes, la talasocrática Atenas, situada al norte, y la tradicional Esparta, localizada en el sur.

Para ahorrar días de peligrosa travesía marítima Periandro, el tirano corintio, intentó construir un canal que uniese ambas orillas del istmo

Para los navegantes, ahorrar días de peligrosa travesía rodeando la Península del Peloponeso para acceder al mar Egeo era fundamental. Así que, como nos relata Diógenes Laercio, en época del tiránico mandato de Periandro, el gobernante intentó construir un canal que uniese ambas orillas del istmo, pero los matemáticos egipcios que contrató para realizar los cálculos afirmaron que el proyecto tan solo lograría inundar todo el Peloponeso. Como Periandro no se daba por vencido, construyó un proyecto aún más audaz.

Así creó el diolkos -cuya traducción más cercana es "a través del transporte"-, una vía alrededor de los ocho kilómetros de longitud donde los barcos, montados sobre una especie de vagón llamado olkos -que, a su vez, era guiado por unos carriles donde circulaba tirado por bueyes o esclavos-, pudiesen cruzar de un mar a otro en cuestión de horas. Todo ello a cambio, claro, de un conveniente peaje, tal y como explica M. J. T. Lewis en Ferrocarriles en el mundo griego y romano. Este "ferrocarril" de la antigüedad, a partir de entonces, estuvo en funcionamiento durante siglos, pero sería en 1893 cuando se culminaría la construcción del actual Canal de Corinto, uniéndose así a los pasos marítimos de Panamá y Suez.

Si hay algo que los antiguos nos enseñan, por tanto, es que el ingenio humano no tiene límites. Aún hay un mundo fuera, a nuestro alcance, que podemos seguir descubriendo.

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