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Jambalaya: La paella de los pantanos.
Es la música popular una inagotable fuente de alegrías gastronómicas. No hay más que recordar aquel ‘Cocidito madrileño’ que cantara Pepe Blanco o aquella sintonía de 'Con las manos en la masa' interpretada por Vainica Doble y Joaquín Sabina. Mas en esta ocasión, propongo que la música propicie un viaje más lejano, un viaje que nos lleve a los pantanos de Louisiana, a los territorios donde habita el pueblo cajún, en honor al cual Hank Williams compuso en 1952 el tema “Jambalaya”, tan versionado posteriormente. ¿Pero de qué se trata esta “Jambalaya”?, preguntará el lector profano. Pues nada menos que de una receta donde el arroz, el pollo y los langostinos son sus principales ingredientes aparte del toque picante tan habitual en la cocina de aquella geografía.
Decididos a prepararla para 4 comensales famélicos, lo primero que debemos hacer es preparar un buen sofrito en el que utilizaremos, debidamente troceada, una cebolla gorda, pimiento verde y rojo (este último lo corté en larga juliana, también llamada long julianne) y —muy importante— una buena penca de apio (fig. 1). Con tanto cariño como poco fuego, sofreí la verdura en una sartén con hechuras de wok pero de menor alzada que me viene siendo más apañada que un jarrillo de lata. Mientras se elaboraba el sofrito en buen chorreón de aceite de oliva, procedí a cortar 4 salchichas frescas, pues en mi caso no encontré salchichas ahumadas ni un ignoto chorizo alemán. Por otro lado, como no quería que el plato me saliera demasiado picante ni especiado, desistí de usar cayena y otros elementos ardientes, sustituyéndolos por el adobo con que venía de fábrica la pechuga de pollo. En otras palabras, que la pechuga pollera utilizada fue la que llaman “para pinchitos” (fig. 2). Una vez que la verdura estuvo casi pochada, añadí salchichas y pollo y revolví hasta que perdieron el color de crudo (fig. 3).
Acto seguido, espolvoreé sobre el aromático conjunto pimentón picante de la Vera, pimienta negra recién molida y una buena pellizcada a cuatro dedos de orégano (fig. 4). También puede añadirse tomillo, cayena, tabasco… según recabe el chef opinión a los comensales y su gusto por el picor. Aquí, como en el juego de las siete y media, es mejor no llegar que pasarse.
Una vez todo bien rehogado, bañaremos el guisoteo con media lata de tomate natural triturado y el acompañamiento de dos dientes de ajo picados. Revolveremos y esperaremos que el tomate se fría un poco y reduzca (fig. 5). Mientras tanto, prepararemos una nueva picada —en esta receta entre picadas y picores se nos va media mañana—, en esta ocasión de un tomatito maduro y las hojas verdes de tres o cuatro cebolletas. También aprovecharemos para desnudar de su recio corsé los cuerpos de 4 ó 5 ó 6 ó 7 langostinos bien gordos una vez descabezados y despatitizados. Eso sí, les dejaremos entera la colita pues así quedan más monos. Como los caballeros, dirán algunas señoras que frecuentan este lugar (fig. 6).
Volviendo de nuevo al sartenazo, llegada es la hora de echar el arroz (una vaso de ¼ de litro hasta arriba). Lo mezclamos bien con el conjunto, añadimos el tomate y las hojas de la cebolleta (fig. 7) e inundamos con hirviente caldo de pollo Avecrem hasta cubrir (fig. 8). Casi finalizado el proceso, probamos para rectificar de sal si es necesario, aunque servidor no la empleó en absoluto pues me resultó suficiente la que aportaba el adobo de la pechuga troceada y el caldo. Ya casi casi casi a puntito, hacemos descansar sobre la suculenta mezcolanza los langostinos en pelotas (fig. 9). En 20 minutos en total, desde que echamos el arroz hasta que los langostinos tomen buen color, el proceso habrá concluido. Dejamos reposar tapado el bajito wok con albo paño de algodón y cuando los comensales, de pura hambre, amenacen emascularnos con sus tenedores, servimos los platos presidido cada uno de ellos por el cadáver decentemente amortajado de un langostinazo (fig. 10).
Que síiiiiiii, que síiiiiiii, que ya lo séeeee, no sean pesadooos; que el resultado final se asemeja al de una paella, pero solo de imagen porque de sabor, la jambalaya es por completo distinta. Entre otras cosas, repito, porque la gracia estriba en que quede picantona (por eso añadí un chorrito de tabasco a mi ración) y en que no falte el apio. Tampoco debe quedar el plato tan suelto como la paella, antes bien, el arroz medianamente caldoso es lo indicado. Lo cierto es que ante el resultado obtenido, puedo decir que pocos platos me han quedado tan sabrosos y suculentos como esta jambalaya que fagocitamos acompañada de una ensalada verde y remojada con cerveza muy fría.
Finalizo con dos bonus-track que juzgo complementos ideales para la receta. Uno, otro plato de la cocina louisianesca que ya presenté en este chorriblog: Patatas al estilo cajún. Y otro, una buena versión del tema “Jambalaya” para que lo escuchen a toda leche mientras están en los fogones; aquí versionada por Van Morrison y la hija de Jerry Lee Lewis..