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Hace algunos años, cuando Podemos no existía ni siquiera como proyecto, y cuando sus actuales líderes no eran aún políticos, sino solo profesores en una universidad madrileña, vi en televisión una entrevista a Juan Carlos Monedero, en la que, preguntado por la preocupante situación en Venezuela, respondía que allí no pasaba nada por lo que hubiera que preocuparse: que se trataba solamente de un país cuyos gobernantes, elegidos democráticamente, estaban aplicando unas nuevas políticas sociales, y en la que todo se desarrollaba con normalidad. Cuando les trasladé esa opinión a mis amigos venezolanos, se echaron a reír, y luego, cuando ya se habían secado las lágrimas de tantas carcajadas, me dijeron que no les sorprendía: Monedero llevaba varios años trabajando como asesor para el gobierno de Venezuela. En tiempos más recientes, cuando ya se vivía el ascenso irresistible de Podemos, he oído también a Pablo Iglesias, en La tuerka, calificar a la venezolana de "una de las democracias más saludables del mundo", y asegurar, en otra entrevista en la televisión pública de ese país -donde ya se sabe que solo se entrevista a los afectos al Régimen-, que le emocionaba escuchar al Comandante, y que se le echaba de menos. La capacidad de emoción de Iglesias debe de ser oceánica, porque, si dura todo lo que duraban los discursos de su amado líder, el hombre tenía que vivir en el enardecimiento perpetuo. Esta adhesión virginal -e incondicional, aunque últimamente parece camuflarse algo, dada la necesidad de seducir a los votantes menos radicales- constituye una losa en mi apreciación del fenómeno Podemos, y un dato muy revelador de su verdadera naturaleza. No soy un gran conocedor de Venezuela, pero he visitado el país varias veces, tengo muchos amigos venezolanos y he leído todo lo que he podido sobre su realidad política y social. En cualquier caso, no hace falta ser un experto bolivariano para saber lo que dicen del país, no solo la oposición venezolana, sino las organizaciones internacionales (ya que el gobierno chavista ha prohibido la difusión de estos datos): que se reprime y se encarcela a los opositores al chavismo; que la población está desabastecida de productos básicos de consumo; que se hostiga a los medios de comunicación privados hasta que cierran, o se los clausura; que no hay una justicia independiente; que las favelas subsisten; y que Venezuela es el segundo país más peligroso del mundo, después de Honduras, con tasas de homicidios -y de muertes por accidente de automóvil- astronómicas. Se puede defender el propósito liberador del movimiento chavista; se puede subrayar que Chávez fue siempre elegido democráticamente, mediante elecciones cuya limpieza acreditaron los observadores internacionales; se pueden confirmar algunos avances en las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas; se pueden alegar mejoras en la educación y la salud; y se puede constatar una hostilidad general de las democracias occidentales por una figura, y un Régimen, que agita los espantajos del castrismo, del antiamericanismo y del inveterado caudillismo hispanoamericano. Pero no condenar el totalitarismo subyacente en el gobierno bolivariano, su laminación de los derechos civiles, la violencia de su represión, la corrupción de sus élites, su demagogia y su populismo, y su atroz gestión económica (que está dilapidando la única riqueza del país, el petróleo), es inaceptable. Para que los logros sociales conseguidos por el chavismo puedan valorarse en su justa medida, hay, precisamente, que reconocer que se han producido en un país en el que se violan los derechos políticos y sociales de los ciudadanos, y donde no se permite la pacífica manifestación de la diversidad ideológica y de intereses que constituye todo grupo humano, y que lo enriquece. Que los líderes de Podemos sigan expresando esta adhesión al Régimen venezolano no dice gran cosa del Régimen Venezolano, pero sí mucho de ellos, y no bueno: significa que los impulsos que los mueven son muy parecidos, si no los mismos, a los que inspiraban a Chávez, y que los principios con los que desean estructurar la sociedad comparten sus prédicas y sus ideales. Dicho lo cual, hay que añadir que el movimiento -ahora ya partido político- Podemos está siendo un muy saludable revulsivo para la sociedad española, y para su anquilosado sistema político. Heredero institucional de la indignación del 11-M, valga la paradoja, Podemos está zarandeando las estructuras, tan herrumbrosas como corroídas por la corrupción, del bipartidismo nacional y de unas instituciones que han envejecido demasiado, y demasiado deprisa, desde la Transición. No se me escapa que, en su constitución como partido político, y con las formas de funcionamiento a que ello le obliga, Podemos se somete a los mismos peligros que denuncia. Además, la naturaleza humana es una, y se ha resistido con denuedo, a lo largo de la historia, a que las revoluciones de cualquier signo la alteraran: es muy probable, yo diría que inevitable, que, con el tiempo y la acomodación, sus gentes incurran en los mismas desidias y las mismas prácticas -delictivas, incluso- que aquellos a los que hoy, con razón, denuncian. No pienso en Íñigo Errejón, ese joven al que han pillado en una falta administrativa (y con el que se han cebado, como hienas hambrientas, prohombres y palanganeros de la derecha. Pero hay que ser muy sinvergüenza para linchar a un universitario por un desliz irrelevante, cuando se pertenece, se simpatiza o se vota al partido de Bárcenas, Matas, Granados, Mato, Aguirre, Camps, Fabra, Baltar, Blesa, Rato y tutti quanti), sino en la deriva a la que se entregan los engranajes del sistema: una deriva de acomodación y ordeño, de sumisión a las directrices de la superioridad y ausencia de espíritu crítico, de engreimiento y desatención a la ciudadanía. No obstante, merece la pena darles una oportunidad. Y no me refiero solo al voto, sino a que se debatan públicamente sus propuestas, a que sirvan para que la sociedad considere alternativas a las políticas neoliberales, escleróticas, que defiende la mayoría de partidos estatales, y que practican sus gobiernos. Aunque Podemos no tiene todavía, propiamente, un programa electoral -es deseable que lo tenga cuanto antes, para que podamos saber, con exactitud, qué plantea; y también que, si recibe la confianza de los ciudadanos, se diferencie de esa trágica broma que ha sido el programa electoral del PP, y lo cumpla-, algunas cosas se pueden extraer de su concurso a las elecciones europeas de 2014 y de las manifestaciones de sus líderes, y bastantes de ellas no me parecen mal, o, por lo menos, se me antojan dignas de consideración: la auditoria ciudadana de la deuda, la creación de una banca pública, la lucha inmisericorde contra el fraude fiscal y los paraísos fiscales, las limitaciones a la "puerta giratoria" de los cargos públicos, la limitación de las tasas universitarias, la promoción del comercio justo, la denuncia del Concordato con la Santa Sede, la justicia, educación y sanidad universales y gratuitas (esas que ya lo eran, hasta que el gobierno del PP decidió que dejaran de serlo), entre muchas otras. También hay algunas, de regusto bolivariano, que me preocupan, y hasta me asustan, como impedir la formación de monopolios u oligopolios en el ámbito de la comunicación, lo que viene a significar atacar a los medios de comunicación independientes -y, en consecuencia, la libertad de expresión-, pero su conveniencia o inconveniencia también deberían ser debatidas en el ágora. Sin embargo, lo mejor de Podemos no es nada de todo esto, sino su impacto en el resto de formaciones políticas del país. Aun sin programa electoral, y con estructuras apenas establecidas -como el Cid, pero al revés: Rodrigo ganaba batallas después de muerto; Podemos lo hace antes de nacer-, el partido de Pablo Iglesias ha logrado acojonar al personal: a los de siempre. A nadie le llega la camisa al cuerpo por la previsión de los próximos resultados electorales, en un año, 2015, plagado de citas con las urnas. Podemos está en condiciones de arrasar y, en el caso de algunos partidos, de reducirlos a la insignificancia, o a la nada. Todos, en consecuencia, se apresuran a democratizarse, a modernizarse, a transparentarse, a aprobar nuevas estructuras, a hacer más de izquierdas el discurso, a promover cambios institucionales que le devuelvan el protagonismo al pueblo español, a todas esas cosas que puedan seducir al votante, para que no los abandone, como el desodorante, y así puedan sobrevivir. Bien está. Ha hecho falta un terremoto como el de Podemos para persuadir a los políticos de que están a nuestro servicio, y no nosotros al suyo. Veremos ahora si el seísmo resulta en un nuevo paisaje, o simplemente en la destrucción más absoluta.
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