Revista Espiritualidad
A veces, en la consulta, o fuera de ella, me surge la pregunta de hasta donde es posible compartir aspectos personales de mi vida. Según me enseñaron en mi formación, como psiquiatra, es importante que preserve mi intimidad, y que no me dedique a contarles mi vida a mis pacientes. Algo bastante lógico y comprensible, pues los pacientes vienen a la consulta para ser escuchados, comprendidos, ayudados y no para que les cuente mis propias batallitas…
Pero hoy y más veces, me han dicho algunas personas, que lo que más les gusta o ayuda, por ejemplo, de mi blog, es cuando cuento experiencias personales. Eso mismo me ha ocurrido en momentos de mi vida, en los que contar algo personal a un amigo o conocido, le ha resultado de ayuda para resolver un problema suyo. También algunos pacientes, se han mostrado muy agradecidos cuando les explico algo con algún ejemplo de mi propia vida, o les transmito alguna anécdota vital, o simplemente les cuento a donde me voy de vacaciones.
Otros, sin embargo, sienten una curiosidad insaciable por intentar saber de cuestiones personales, que me parece que no debo alimentar, pues mi atención en una consulta ha de ponerse en ellos. Además, podríamos derivar la consulta a una charla de café o de mero intercambio de intimidades, sin una finalidad determinada o fomentar una vena malsana cotilla…
Otra pega que le veo a esto de contar temas personales, es que si un terapeuta es de una u otra religión o ideología política, ¿hasta donde puede hablar de esto sin que parezca que quiere inculcarle nada a su paciente?
Hay escuelas, como el psicoanálisis, que hacen énfasis en una excesiva neutralidad y distancia del terapeuta, para con el paciente, para que dicho paciente deje volar la imaginación, sobre quién es el terapeuta y así nos de pistas de por donde va su mente. Pero esto deriva en situaciones, como una vivida por mí en mis tiempos de residente, en la que fui fuertemente amonestada por una psiquiatra experimentada y psicoanalista, por permitir que una paciente me diera dos besos afectuosos, al verme. Mi respuesta fue que a ver si pretendía, que según se me acercaba la paciente le diera un empujón para evitar el contacto físico con ella. ¿No es un poco exagerado esto? Por eso, a casi todos mis pacientes, les saludo o dándoles amablemente la mano o con dos besos, como una muestra de igualdad y cercanía. Por ahora creo que nadie se ha visto perjudicado por esto y es más, más de uno me lo agradecido. Si me equivoco, que por favor alguien me corrija!! O si alguno de mis pacientes se siente molesto con esto ¡que lo diga!!
De ahí, que me surja la pregunta, de hasta donde debo mostrarme o manifestarme. Pues sé, que hay ciertas experiencias de mi vida que pueden ayudar a otros, incluso las dolorosas o difíciles, que he podido superar. Además, el hecho de mostrarme tal cual soy, sin máscaras o poses falsas, también añade naturalidad a la relación humana. Carl Rogers habló hace años de la “autorrevelación facilitadora”, que se refiere a que el terapeuta cuenta alguna experiencia de su propia vida, que ayuda al paciente a darse cuenta de que es comprendido por aquél. Otros terapeutas han escrito libros con sus propias experiencias e incluso crisis personales, como ha sido el caso de Viktor Frankl o Carl Gustav Jung. Estas vivencias han sido de ayuda a muchas personas, pues han dado claves, en primera persona, sobre como enfrentarse a las dificultades o sufrimientos de la vida…
La pregunta del millón es ¿hasta donde se pueden contar las “cosas” propias? Y ¿cuál es el fundamento científico en el que se apoya la indicación de no contar casi nada?
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