Revista Religión

Podés cambiar de vida hoy

Por Proferay

Esa noche discutí con mi madre sin lograr recordar el motivo. Sólo recuerdo el ruido de la puerta golpeándose con violencia detrás de mi salida de la casa.

No tenía a quién buscar. No sabía para qué lado caminar.

No existían los teléfonos móviles en esa época. Así que para encontrar a algún conocido (de esos que andaban por la calle y quizá tenían droga para facilitarme) debía caminar y esperar a cruzarme con alguno.

Evité la Plaza Noruega de manera intencional. Había pasado la noche anterior y como era Febrero, creía que estaba alguna murga y gente haciendo fiesta y aplaudiendo no entendía a qué. La vida en ese tiempo no tenía un rumbo cierto para mí y estaba bastante cansado de las opciones que me ofrecía.

Fui por la calle Vuelta de Obligado, paralela a la Avenida Cabildo hasta Juramento.

No me gustaba cómo se iluminaba la avenida por las noches. La noche debía ser oscura. La noche debía poder ocultarme.

No quería ver a nadie. Quería estar solo. Pero, oh sorpresa, no tenía con qué drogarme y, entre locos, nadie te niega una seca. No digo una tuca, una simple pitada a fondo sería suficiente para relajar tanto desastre.

Mi realidad, en ese instante, se había reducido a buscar droga para estar “colocado” durante la noche y caretear en mi casa durante el día.

Como mi viejo había fallecido cuando yo tenía 6 años, mi vieja (no sé cómo hizo) salió a buscarse el mango y sostuvo hasta mis 20 años, esa casa de Belgrano con el tablero de ajedrez sobre la puerta.

Todos mis amigos me preguntaban siempre por ese tablero. Era una señal en el medio de la nada. Sigue estando allí, aunque ya no vivo más en esa casa. ¿La calle? Dr. Pedro Ignacio Rivera entre Moldes y Vidal.

Disfrutaba de vivir en una calle con ese nombre tan largo entre dos calles de nombre tan corto. Facilitaba a mi memoria.

A mi viejo lo conocí muy poco, pero me hizo falta toda la vida.

Aquella caminata por Juramento hasta las Barrancas de Belgrano fue rápida. Sólo quería algo. No alguien. Aunque debiera depender de alguien para ese algo…

Cuando llegué, bajo uno de esos árboles inmensos de la primer barranca (ese que tenía esa rama larga donde nos colgábamos y jamás pudimos quebrar) estaba el grupo de locos. Escondidos en ese sector de sombras. Bienvenida noche, bienvenido porro!

Fumé sin reservas. No puedo recordar quiénes estaban ahí; no lo logro recordar. Es evidente el poco valor que le daba a las personas en aquel entonces.

Cuando estaba ya “colocado”, sencillamente me fui.

Volví subiendo por Juramento y recordé que era mejor ir por la zona oscura.

Entonces crucé Avenida Cabildo y seguí de largo hasta Ciudad de la Paz para doblar a la derecha hacia Dr. Pedro Ignacio Rivera (cómo me gusta esa calle, es muy interesante).

Pero olvidé que a la media cuadra de Ciudad de la Paz estaba la Plaza Noruega.

Lo olvidé por completo.

Dado que estaba bajo el efecto de la marihuana, regresar sobre mis pasos era algo que podría considerarse demasiado sospechoso (aún cuando nadie me estaba mirando) y como era necesario “caretear” mientras estaba en la calle, tenía que fingir que mi decisión de continuar por Ciudad de la Paz era una decisión tomada casi con criterio científico.

Ah… los argumentos de mis pensamientos bajo el efecto de la droga podían ser bastante raros.

Finalmente llegué a cubrir esos 50 metros y opté por ir detrás de la reunión de carnaval (eso creía) que estaba sucediendo en ese lugar.

En la manzana formada por las calles: Juramento, Ciudad de la Paz, Mendoza y Amenábar, había un mercado municipal (hasta hace poco existía, con la pandemia del coronavirus COVID-19 no sé si seguirán operando todos los puestos, pero les recomiendo visitar las especialidades en fiambres y embutidos alemanes, un espectáculo!) en una de sus mitades y, por otro lado, la Plaza Noruega.

De noche, la reja que separa el estacionamiento del mercado de la plaza, queda prácticamente a oscuras gracias a los árboles mismos de la plaza y a la ausencia (en aquel entonces) de seguridad en el mercado. Por eso fui por ese camino, para preservar mi estado se la vista de curiosos.

Justo a la mitad del recorrido hacia Amenábar, me di cuenta que estaba seguro, nadie me veía, pero yo podía ver todo lo que hacía esta gente que se encontraba en el sector iluminado de la plaza.

Había como un escenario y mucha gente del otro lado.

Sobre el escenario había una batería, una guitarra, una mujer embarazada sentada en un teclado antiguo y un hombre cantando dando saltos. Jamás pude saber que cantaban. Mi atención estaba puesta en otro lado.

Entre la gente que se encontraba allí, logré ver claramente la cara de un conocido. Era un amigo que con tal de experimentar cosas nuevas, era capaz de inyectarse agua podrida.

Si estás leyendo esto, te comento que, en Argentina, mayormente en la Capital Federal de Buenos Aires (hoy Ciudad Autónoma de Buenos Aires) le decíamos en ese entonces “agua podrida” al agua que se encontraba al lado de los cordones de la vereda, sobre la calle (entonces casi todo era de adoquines).

Podía tener cualquier cosa esa agua, y él la ingresaba a su torrente sanguíneo esperando que algo mágico sucediera!

Este muchacho era el que yo estaba viendo ahí.

Me quedé absorto por un momento.

¿Qué hacía él ahí? ¿Por qué no estaba buscando la oscuridad en donde estaría mucho más seguro?

De pronto, mientras yo me preguntaba estas cosas, veo que él cae hacia atrás.

Lo perdí de vista en un instante.

No me di cuenta que por querer ver mejor a mi amigo, me acerqué demasiado al escenario (siempre por detrás y a oscuras).

En ese momento, veo que tres personas vestidas de traje traen una persona casi a la rastra que estaba haciendo unos movimientos muy raros y atípicos. ¡Era mi amigo!

Como notaron que yo estaba ahí, pusieron una lona verde divisoria que me impedía ver lo que hacían.

Me asusté… Pensé: “Mi amigo está teniendo un ataque de epilepsia y ésta gente sólo busca impedir que se vea lo que sucedió!”

Y me quedé ahí, a ver en qué terminaba todo esto. No podía creer que nadie fuera a buscar ayuda médica.

Después de un tiempo, que me pareció mucho más largo de lo que realmente fue, vi salir a mi amigo que, al reconocerme, se acercó a saludarme.

— ¿Cómo estás? — le pregunté.

— ¡Bárbaro! — me respondió con una sonrisa.

— ¿Cómo “bárbaro” si te estabas retorciendo en el piso?

— Me sacaron siete demonios. — me dijo.

Yo le respondí: — No me jodas con esas estupideces. ¿Que fue lo que te pasó? —

Su respuesta fue: — Si me querés creer o no, es tu problema. Yo lo único que sé, es que todo el mundo tendría que pasar ahí adelante para que el pastor le ore. —

Y se fue…

Ni siquiera me dio tiempo a retrucarle algo. Me dejó con la palabra en la boca, dio media vuelta ¡y se fue! Así nomás!

Instantáneamente oí una voz en mi cerebro que me aconsejó: “ Si tenés algo de eso, sería bueno que te lo sacaras de adentro. ¿Qué perdés con probar? ”

Fue como una invitación que no podía rechazar. Contradecía a mi miedo, que me paralizaba por lo que había visto y me invitaba a salir corriendo de allí.

Se parecía al miedo que produce nuestra ignorancia de lo desconocido en una sala de espera, cuando no sabemos qué nos espera al ver a un especialista de un tipo de rama médica que enfrentamos por primera vez. Las próximas visitas, uno se trata como amigo con el médico, pero la primera vez uno ignora a lo que se está exponiendo y quisiera huir.

Justo en ese instante, el hombre que estaba en el escenario comenzó a decir: — Venga que voy a orar por usted. —

Yo no sabía que había dicho antes, no escuché una sola palabra. Lo único que tenía en mi mente era la sugerencia de mi amigo y nada que perder.

Y fui…

Me puse adelante de todo para mirar bien todo lo que pasaba.

El hombre dijo: — Yo le voy a guiar a hablar con Dios. Repita las palabras que yo diga y hágalas suyas. —

Yo pensé: “ Voy a repetir lo que me parezca lógico repetir. No soy marioneta de nadie. ”

Y comenzó:

— Señor Jesús —

“Bueno” pensé, “no estoy diciendo nada malo, así que está bien…”:

— Señor Jesus. —

— Vengo a Tí. —

“Por ahora vamos bien, nada raro” me dije a mí mismo.

— Vengo a Tí. —

— A pedirte perdón. —

“Bueno, mis macanas me he mandado, así que no estaría mal”

— A pedirte perdón. —

Desde este punto en adelante ya no recuerdo la oración de aquel momento en particular.

Sólo sé que algo hizo un click en mí interior en ese mismo instante. ¡Estaba hablando con Dios y podía sentir que El estaba al lado mío, rodeándome, atravesándome, ¿amándome?

Entiéndase bien lo que menciono, era una experiencia espiritual única. Creada sólo para mí en ese momento de mi vida. Le agradecí y le agradezco que haya guiado mi vida hasta ese punto. Todo tuvo sentido!

Debo reconocer que en un primer momento y hasta unos meses después, no comprendí del todo lo que sucedió esa noche.

Algunos amigos a quienes les conté mi experiencia me dijeron: — Qué bueno que la religión te haya hecho bien. —

Pero, ¿de qué religión me hablan? Dios no es una religión! Estaba ahí conmigo en ese momento y desde ese día camina conmigo todos los días!

Apenas terminé esa oración, abrí los ojos y lo primero que noté, es que el efecto de la marihuana había desaparecido totalmente.

Estaba careta. Pero eso no fue todo. Comencé a escuchar la música que pasaron al final de la reunión al aire libre de un cantante que sabría más tarde se llamaba Ken Leroy (le dejo el link a quien le interese: https://youtu.be/MXhKINRCqIM ) y me gustaba!

Cuando llegué a mi casa, fui a mi habitación. Me encontraba contento y no sabía de qué.

Al despertar al día siguiente, no sentía esa necesidad de salir a buscar droga para estar colocado, me sentía bien sin drogarme! Y no estaba tan mal la realidad después de todo.

Recuerdo que regresaba de las reuniones con mi amigo (el del agua podrida) y volvíamos riendo y diciendo sobre la reunión: “Es mejor que una pepa!”

Para los que no lo saben, “pepa” en la jerga del mundo de las drogas significa LSD o ácido lisérgico, que es una de las más fuertes y alucinógenas.

Bueno, así nos sentíamos.

Todo era nuevo, todo era paz y felicidad sin drogas.

¿Cuál era el truco? ¿Cuál era el secreto?

Sencillo:

— Señor Jesús, te pido perdón por aquellas cosas que hice mal en mi vida. Quiero que camines conmigo. Quiero conocerte más cada día y contar con tu protección pero sobre todo con tu amistad. Enseñame todo lo que no entienda de los temas espirituales. Quiero aprender más. Guiame a conocer a las personas correctas, no perfectas, sino correctas. Quiero que anotes mi nombre en el libro de la vida. Gracias Jesús”.


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