Hoy, 15 de abril, hemos celebrado en el
colegio donde trabajo el Día Mundial del
Arte. Se han organizado diversas actividades: pintar, tocar música, danzar,
interpretar teatro y recitar poesía. La jefa del departamento de Lengua me
pidió que recitara alguno de mis poemas, y yo acabé por decir que sí.
Lo cierto es que, a diferencia de las
personas que publican libros de poesía (y en más de un caso parece ser una
condición necesaria, más importante que la de la calidad, para que esto
ocurra), yo no recito mis poemas en bares o en otros lugares parecidos.
Elegí de El bar de Lee (2013) dos
poemas, uno de cada poemario que lo componen, Nieve de Móstoles
era una fiesta (1998) y Llaves de El calvo del Sonora
(2008). Lo que une a los dos es que hablan de la infancia, tema que podía tener
en común con los chicos que iban a ser mi público (2º de bachillerato y 4º de
la ESO).
Nieve es el primer
poema de El bar de Lee, el único escrito en 1997. En un año en el que mi
público de esta mañana no había nacido, y en el que yo no había navegado nunca
por internet ni tenía teléfono móvil. En diciembre de 1997 yo quería escribir
una novela, pero un sábado o un domingo nevó en Móstoles, me asomé a la terraza
de mi casa, volví a mi habitación y cogí una carpeta para apoyarme y un folio
para escribir. Tomé sobre el natural las primeras palabras del que iba a ser
este poema, y del que –siguiendo el tono de esta primera tentativa- iba a salir
todo el poemario.
Lo cierto es que me he puesto bastante
nervioso al salir a recitar en el salón de actos. Al menos a la mitad de los
alumnos (estaban los de todas las clases de 2º de bachillerato) les doy clase
de Economía, lo que no me supone ningún problema. Pero recitar algo tan
personal como mis poemas ya era otro asunto. En el segundo pase, para 4ª de la
ESO, ya estaba más tranquilo.
Los alumnos han escuchado mis versos de
una forma muy educada. Creo que tienen una curiosidad sincera por descubrir otras facetas de sus profesores. Otros chicos recitaban poemas de Luis Cernuda o de Blas de
Otero. Me ha encantado ver cómo un chico de diecisiete años declamaba un
poema propio, un desgarrado texto de desamor, siguiendo ritmos de rap, con
bastante más soltura que yo. Y es que en esto del arte todos somos aprendices.
Dejo aquí estos dos poemas:
NIEVE
Montevideo
era verde en mi infancia
absolutamente verde y con tranvías
(...) era tan diferente, era verde.
MARIO
BENEDETTI
Blanca,
limpia sobre las capotas de los coches,
entre
los dedos deshojados de los árboles,
leves
puntadas amarillas en las copas
oscuras
como un oro enlutado de tiempo
caído en
el fango del invierno,
así ha
caído esta noche la nieve de la infancia
sobre
las capotas de los coches.
Parece
ya una fotografía tan lejana,
coches
antiguos, rojos desvaídos, camuflados por el esplendor
del
blanco, resignados sobre el asfalto roto, enmohecido
sobre el
que jugábamos al fútbol, cuando no había
tantos
coches rojos cubiertos por la nieve.
Jugábamos
en la calle. Veo la farola
escuálida
que era un poste y el árbol
deshojado,
descarnado, que era el otro, con nieve en sus horquillas
y la
puerta verde que no estaba en mi infancia.
Yo era
un Arconada de gomaespuma con mis guantes de gomaespuma
bajo los
palos del mismísimo cielo;
a veces
amanecía nevado, igual que hoy, 14 años atrás, y
nos
lanzábamos bolas fulgurantes de risa, de latón y de agua
con la
nieve recogida del capó de los coches
que hoy
ha vuelto a caer entre los dedos huesudos
de los
árboles, con pinceladas impresionistas de hojas
amarillas
gastadas por el ladrido de los perros,
sobre el
aparcamiento incesante de árboles marrones.
Cuando
podaban esos árboles saltábamos sobre las
ramas
apiladas, cavábamos túneles en ellas,
eran una
cama elástica y un refugio de guerra.
Y ahora,
estudiando Análisis Contable, esas ramas
vuelven
a crecer igual que vuelve a caer la nieve.
Entre
las nubes frías de la mañana lo observo
desde la
terraza, esperanzado
de que
así vuelva a crecer la infancia.
5-12-97.
LLAVES
Como si en
realidad fuesen tres hermanos
me sigue pareciendo complicado
diferenciar
entre los cuentos de Andersen y los de
los Grimn.
Yo aún no sabía leer, esperaba a que mi
padre
regresara del trabajo y tras cambiarse
de ropa
le hacía sentarse en el sofá. Como en la
apoteosis
de un rito antiguo deseaba que cobrasen
vida
los signos negros encerrados en el fino
papel,
se abrirían para mí entonces, en
aquellas tardes
primeras, las vertiginosas puertas de
estos libros
que hoy conservo: La sombra y otros cuentos
de Andersen y Cuentos de Jacob y Wilhelm Grimn,
en las baratas y cuidadas ediciones de
Alianza.
Se aclaraba la garganta y bajo el bigote
la voz,
en ese momento el niño que era yo
sucumbía
a la magia que invocaban las palabras,
magia que le conduciría a vigilar su
sombra
de repente presentida como un ser
autónomo,
a pensar en princesas verdaderas que
detectaban
guisantes bajo una montaña de almohadas,
a interrogarse con ceño fruncido si de
verdad
en algún lugar del mundo los sapos
hablaban.
Ahora sé que sí:
lo hacían en los estanques
de aquellas frases que mi padre conjuraba
en el sofá de casa tras su trabajo de
ingeniero.
En una ocasión le pregunté si él
escribía
cuentos. Yo no sabía leer pero pensaba
que quien leía cuentos debería también
querer
escribirlos. Confuso, sorprendido,
imaginaba.
Recuerdo entre todos uno: La llave de oro.
Un niño sale a buscar leña en un crudo
día de invierno, entre la nieve
encuentra
una llavecilla de oro, después un cofre
y en él una cerradura. Y entonces le dio
una
vuelta; y ahora hemos de esperar hasta
que haya terminado de abrirlo y levante la
tapa:
entonces nos enteraremos de las cosas
maravillosas que contiene el cofrecillo. Finalizó
mi padre abrupto la lectura. No podía
creerlo,
me tomaba el pelo, tenía que saber
qué contenía el cofrecillo, necesitaba saberlo.
Insté a mi padre a que pasase el dedo
por las palabras según las repetía. Ni
una más.
Éramos víctimas de un error. Llegué a
coger
una lupa en busca de los restos de una
supuesta
página arrancada donde, sin otra
posibilidad,
tendría que encontrarse resuelto el
misterio.
Puedo ver a mi
padre: sonreía observando
a aquel niño que no sabía leer, su
indagar
en el lomo esquivo de un libro de
bolsillo.
Quizás él haya olvidado esta extraña
escena
que regresa a mí con terquedad de
símbolo,
porque, sin duda, lo más extraño de todo
es que tres décadas después
el niño que era yo, convertido en
adulto,
aún sigue
buscando lo que había en aquel
cofrecillo.