Dejo que mis ojos paseen por estos bellísimos Poemas de la tierra y de la sangre, que Antonio Colinas nos entregó en 1967, y siento de forma casi orgánica su luz y su belleza. Están aquí contenidos los paisajes de la infancia, que ahora son contemplados de nuevo y que despliegan todo su poder de piedra y memoria frente al poeta, quien les rinde un homenaje (“Noble León, frontera de la nieve más pura, / junco aterido, espiga sustentada en la brisa, / ahora que viene densa la noche por tus calles / hazme un hueco de amor entre tus muros negros”). Se detiene, por ejemplo, ante San Isidoro, la basílica románica, y medita largamente sobre el paso del tiempo y sobre la longitud del amor (“Que siempre dure el tiempo bajo estos muros fríos. / Que el pasado resuene en estas tumbas toscas. / Que siempre esté la muerte presente en nuestros labios, / posada en nuestros labios, sonando en nuestros besos”). Se detiene, por ejemplo, en la pequeña localidad de Sahagún de Campos, y nos habla conmovido de “los muros de aquel templo donde al atardecer / el sol incrusta gemas, funde vidrieras, fulge”. O se detiene, por ejemplo, en un viejo recuerdo infantil, teñido de luna y conmoción, que ahora recupera con versos memorables (“Recuerdo que una vez, siendo niño, esperé / la luna en estos valles de León. Era un pozo / de sueños cada instante. Y hoy vuelvo a este lugar”).
El poeta, con voz de adulto, pone palabras a todo aquello que, durante la infancia, constituyó embriaguez, deslumbramiento y huella emocional. Y nosotros, mudos de asombro, escuchamos esa doble mirada en un silencioso respetuoso y lleno de admiración: “Deja, León, que ponga muy dentro de tu entraña / de piedra oscura un beso. (¡Cómo quema tu piel, / cómo da fuego el aire de la acacia desnuda!) / En la última llaga de tu ser, en la escarcha / de cada teja quiero dejar mi corazón”.
Memorable.