Revista Arte
Alabanzas ignoradas buscaban nereidas que ofuscar
donde sólo había latencia desmedida;
y como la desolación habita sin reservas,
el majestuoso destino la contempla con hilaridad y desalojo.
Así, sin mensajero que destierra y aconseja,
solazándose en todas las oscuridades
de los humanos seres que maneja y desatina,
descerrajaba su misión insobornable.
Y, luego, yo la sentí entonces, creí, por primera vez:
gracias, gracias ¡oh!, alabanza mía;
que todo lo que me llegue me llegue de ti,
no hay otra cosa que sin ti me calme,
me satisfaga y me alimente.
Los deseos de buscar, como niños enloquecidos y desatentos,
ya maduran en tu despensa, bodega fermentadora
que, enamorada, transforma los desapegados lamentos
en sentimientos;
los desarraigados sarmientos en báquicos elixires que cabalgan
endiosados.
Gracias, gracias, ¡oh!, diosa encontrada,
que como hijo de mi raza perdida
buscaba adoración, sosiego y mil alientos;
eres como tu nombre, que sonaba en mis moradas más ocultas,
y ya su verbo se desliza, lexicológicamente, hacia tu otro nombre: Amor.
Quiero ahora, que profeso tu religión y sus conjuros,
orar las alabanzas que nunca supe
y desde ésta, mi Neopatria conquistada,
volver herido a tu regazo
donde tu vientre, henchido, se postergue.
(Imagen del cuadro de la diosa Venus, de Sandro Botticelli, 1490)
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