Por Juan Antonio Carrasco Lobo
Me gusta pensar que la inspiración, como el aire, se respira.Del libro De profundis. Relatos y poemas de un hijo pródigo.
Caminaba por las calles, aún dormidas en aquella mañana primaveral de domingo, de la Sevilla que más me gusta; de la única que me enamoró y a la que solo reconozco como auténtica, lejos de aquella otra artificial hecha a medida de un tipismo malhadado con el que, por desgracia, muchos sevillanos se identifican.
Rebuscaba, como quien sabe que hay algo que tiene que encontrar, entre los rincones humedecidos por el rocío de la madrugada pasada, algún detalle desapercibido del que nunca antes hubiese sospechado que estuviese. Sevilla tiene esa gracia, esa peculiaridad, ese encanto, ese misterio, ese título no nombrado de Mágica; cuando le viene en gana, cuando se deja, hace aparecer delante del propio y del ajeno esa pincelada maestra en la fachada de algún romántico edificio, en la esquina de cualquiera de sus callejones morunos, en su gente más auténtica… Rebuscaba, pero no encontraba nada.
Como me considero un enamorado de la ciudad más profunda, me dirigí más allá del paseo del turista de cámara de fotografías. Me introduje entre callejas de antiguo empedrado, donde todavía se puede atisbar aquella ciudad que hoy es solo recuerdo en la literatura de sus autores más afamados. Escuchaba mis pasos haciendo eco entre los muros de las viejas casonas, reagudizado por la estrechez de aquellas callejuelas que me recordaban a los viejos cuadros que lucían en el patio de la casa de mis abuelos paternos, allá en mi San Fernando del alma. Eran litografías amarilleadas por los años donde se podía contemplar escenas cotidianas de una ciudad que destilaba esencia; y a mí, vaya a saber el motivo, me fascinaba detenerme ante estas.
Aunque disfrutaba de aquel inesperado viaje a mi propia infancia por la misma ciudad que había idealizado inocente –gracias a aquellas estampas tradicionales que citaba-, no había hallado aún ese nosequé. La caminata se antojaba ya importante, pero no hacía caso a los signos corporales evidentes de ello.
–¡Buenos días! –saludó con énfasis un hombre talludo que lucía un sombrero de ala ancha, haciendo un gesto de cortesía este.
–¡Con Dios, Pepe! –respondió otro de aspecto menudo y bien vestido.
Una sonrisa acudió a mis labios. Qué sugerente era aquel respeto que me parecía ancestral y casi perdido, de la que solo queda una generación de custodios de la misma y que, poco a poco, se muere.
A lo lejos, el trote pausado de un coche de caballos –otra de esas semblanzas sevillanísimas- enfatizó aquella circunstancia que quizás a muchos les pareciese común, pero para quien escribe era pura poesía.
La mañana se iba afianzando, y la ciudad empezaba a desperezarse. Se acababa ese espacio temporal inimitable, irrecuperable a otras horas, donde poder encontrarse con la verdadera identidad de este lugar; y yo seguía perdido en mi anhelo de dar con lo que me reconfortase conmigo mismo en esa luminosa y recién nacida jornada. Tomé la dirección opuesta a la que iba, y desistí de mi intento inútil por encontrar ese regalo velado.
El cielo, pintado de un azul como el manto de la Inmaculada de Muriillo, se salpicaba de un gorrionaje estrepitoso, de un golondrinaje tan ruidoso como el otro, pero evocador. Todavía podía gozarse de esa paz estoica que a pesar de los años, gracias a Dios, continúa haciendo acto de presencia, perpetuando esa magia de la que antes hablaba. Casi suplicaba porque las manillas de mi reloj aún se ralentizasen, y el tiempo pasara con menos puntualidad.
Salí cerca de la catedral, y con los rayos del sol retando a mis ojos –y ganándoles- quise cobijarlos todavía en esa penumbra clara del amanecer que ya languidecía, y me detuve en una cafetería cercana. Pedí, como tengo por costumbre, un café cortado y me senté en uno de los veladores que tenían dispuestos en el acerado. Saqué un pequeño cuaderno que siempre llevo encima y aproveché el sosiego que perseveraba en aquella esquina, muy cerca del Arco del Postigo, para dar razón de unas letras que, en ese escueto viaje, habían ido surgiendo. No era más que una estrofa, breve, y que contenía, sin embargo, un mensaje inmenso.
A mi alrededor Sevilla ya había despertado. Las prisas acababan de llegar, y con ella todo retornaba a una normalidad que, por otro lado, en la singularidad del domingo, no me disgustaba tampoco. Posé el bolígrafo sobre la libreta en la que había estado dilucidando los versos, y me sentí un poco a disgusto conmigo por no haber encontrado «eso» que, con la ciudad atemperada, esperaba descubrir.
Un día escribí unas gotas de versos,
y fue tal su profundidad
que hice del poema océano.
Eso decía lo que acababa de plasmar en el cuadernillo. De nuevo, volví a sonreír. Poeta me dicen algunos y yo, vanidoso y crédulo, aún soy capaz de afirmarlo.
Entonces caí. De nuevo Sevilla, aquella misma que en los cuadros de la casa de mis abuelos me había hipnotizado con su personalidad de otros tiempos, lo había vuelto a lograr. Me había tenido dando vueltas como un bobo, haciéndome creer que lo que perseguía de ella era algo tangible, algo físico de lo que poder jactarme por su descubrimiento; no porque otros no lo hubiesen destapado ya, sino porque quería revelarlo yo también.
«Poeta», volvió a retumbar inconsciente en mi mente al releer lo escrito, y lo comprendí. Llevaba días sin inspiración, vacío de ideas, de palabras, de ingenio, de luces que iluminaran mi imaginación.
Caminaba por las calles aún dormidas, en aquella mañana primaveral de domingo, de la Sevilla que más me gusta; de la única que me enamoró y a la que solo reconozco como auténtica, buscando en ella, sin saberlo, eso que había perdido: la inspiración de los poetas.