Fotografía de cabecera: Mussolini y Gabriele D’Annunzio
D’annunzio era todo un caballero. Harold Acton, en su exquisita autobiografía (Memorias de un esteta, ed. Pre-textos, 2010) nos cuenta cómo eran las veladas poéticas que daba en lujosos salones florentinos, entre elegantes damas que, inexorablemente, caían rendidas a sus pies. Pero su influjo llegaba al pueblo llano. Y Acton también nos lo cuenta: “Las masas italianas pueden ser las más bulliciosas del mundo y, sin embargo, cuando la elocuencia de D’annunzio alzaba el vuelo en una plaza repleta de público habría podido oírse, literalmente, la caída de un alfiler, y aquello era antes de la introducción de los altavoces”.
D’annunzio escribía para la burguesía, para las élites. Culto, rico, muy refinado, amante del placer, despilfarrador hasta el punto de tener que vender su casa y huir de sus acreedores (como todo buen romántico: ahí tenemos el ejemplo de Byron), mujeriego (aunque él mismo se quejaba en broma, diciendo, cada vez que se veía rodeado de bellas admiradoras: “Por favor, tome nota. ¡Y aún me acusan de ir tras ellas!”). Su voz, siempre en palabras de Acton “era más que metálica, era inmensamente humana, casi bisexual, puesto que su virilidad se compaginaba con una dulzura femenina. Su entonación parecía la fina flor del Renacimiento italiano”. Cuando uno piensa en un poeta revolucionario no puede pensar en él. Y no, desde luego, no tenía nada de revolucionario, excepto una de las más importantes características de todos los revolucionarios y de todos los aspirantes a revolucionario: ser un hombre de acción.
En la guerra ya lo había demostrado como piloto de aviones, donde perdió la visión de un ojo en un accidente aéreo y llegó al rango de comandante. Y lo demostraría después, cuando, muy molesto con el resultado del tratado de Versalles, organizó una expedición armada de veteranos italianos y conquistó la ciudad croata de Rijeka, entonces llamada Fiume. Allí fundó el Estado Libre de Fiume, que es el primer experimento real de un sistema fascista. Un experimento que duró muy poco, pero del que Mussolini tomó muy buena nota. De allí salen entre otras muchas cosas el saludo romano, las camisas negras, el título de Duce, un sistema económico y político de tipo corporativista y cómo no, el uso rápido y brutal de la violencia como solución a todos los problemas. Esto último, la “acción directa” fascista, una bonita manera de decir que si alguien te molesta le pegas una paliza o directamente lo mandas a la tumba y adiós problema, es algo que supo hacer muy bien Mussolini (como por ejemplo, por poner uno de tantos, en el caso Mateotti), pero que no inventó Mussolini. No hay que olvidar que nuestro poeta no invadió solo la ciudad, sino que se rodeó de un nutrido grupo de excombatientes, hombres muy duros y habituados a la violencia y que debían tolerar algunas de las excentricidades de su jefe porque no tenían más remedio.
D’annunzio iba por libre, pero de un plumazo demostró ser más futurista que el propio Marinetti, del que hablaremos a continuación. Después de la guerra ya tenía suficiente fama y éxito como para retirarse a su casa y continuar escribiendo sus libros, o como para volver a meterse en política y volver a ser elegido diputado; pero prefirió imitar a Garibaldi y lanzarse a la conquista de nuevas posesiones, siempre pensando en la “Italia irredenta”, en esa pobre gente que se había quedado fuera de las fronteras italianas fijadas definitivamente en 1870 y que, por culpa de los entrometidos ingleses, franceses y americanos se iban a quedar con las ganas de ser italianos. Sí… Pobre gente… Condenados a ser ¿qué?… ¿yugoslavos?… Ese país no se lo creía nadie. Y los nacionalistas italianos menos que nadie. No. Había que ayudar a esa pobre gente y para eso mejor los fusiles y las pistolas que los poemas. Italia debía recuperar sus “fronteras naturales”… ¿Les suena? Sí. Nuestro D’Annunzio era un avanzado. Y Hitler también tomó buena nota de ello…
Comparados con D’Annunzio, todos los demás poetas con pistola son unos pardillos. Puede que la conquista de Fiume no fuera más que una anécdota en el desbarajuste general de las fronteras europeas de 1918 a 1920. Pero para la historia de la literatura y la historia de la política es un hecho grave. Nunca un poeta montó tanto lío y nunca un fracaso tan escandaloso (al final el propio gobierno italiano se vio obligado a bombardear Fiume, para cumplir con los tratados internacionales) tuvo unas consecuencias ideológicas a tan largo plazo. Baste con fijarse en un detalle: cuando murió en 1937, Mussolini le montó un funeral digno de un jefe de estado.
¿Y mientras, qué hacía Marinetti?, podíamos preguntarnos. ¿Pues qué iba a hacer? Recitar poemas para Mussolini, pasearse con su título de “poeta oficial”. Y poco más. Nada del otro mundo… Y eso que había empezado muy fuerte. El manifiesto futurista es una patada en el estómago. Pero por lo visto a Marinetti todas las energías se le iban en la hoja del papel, y las “acciones” las dejaba para los otros. Y esa es la línea de comportamiento habitual entre los poetas con pistola. Muy pocos saben hacer otra cosa con la pistola que pasearla como un trofeo. Algunos lo llevan con verdadera dignidad. Otros se convierten en delatores y traidores a la primera de cambio. A la mayoría la pistola les viene muy grande. Pero vamos a ver algunos ejemplos…
Umberto Boccioni y Marinetti
El manifiesto futurista, volviendo a Marinetti, es algo que merece leerse. Sobre todo porque se publicó en 1909, una fecha muy temprana si tenemos en cuenta que ni el fascismo ni la revolución rusa se iban a iniciar hasta 1917-1919.
“Queremos cantar el amor al peligro, al hábito de la energía y a la temeridad”, proclama el punto primero. Y desde ahí ya todo son frases contundentes, terribles… No puedo evitar citar los puntos nueve y diez, que cada vez que los leo me producen escalofríos: “Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer” (punto 9).
“Queremos destruir los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias” (punto 10).
Tal vez el público de la época, los educados lectores de Le Figaro, el periódico donde se publicó por primera vez, no se tomaron muy en serio estas ideas. Tal vez pensaron que simplemente era “otro poeta loco”, u otro poeta “con ganas de destacar”. En esa época había muchos oradores exaltados (sin ir más lejos, aquí en España tenemos al radical Lerroux, que empezó diciendo que había que asaltar los conventos y hacer madres a las monjas y acabó como presidente del Gobierno y pactando con la CEDA, la derecha tradicional). Pero Marinetti hablaba en serio. Como lo demostró años después ejerciendo de poeta fascista y defendiendo a Mussolini hasta el final. Y a pesar de enmascarar su manifiesto con exóticas ideas aparentemente más inofensivas (el culto al automóvil, la pretendida sacudida a un arte “inmóvil”), lo del desprecio por las mujeres, lo de quemar museos y bibliotecas y lo de glorificar la guerra no era una simple metáfora. Y aunque la mayoría optó por no tomárselo al pie de la letra, sí hubo otros que se lo iban a tomar muy en serio. Para desgracia de la humanidad.
Marinetti había visitado Rusia en 1914. En San Petersburgo había contactado con los poetas rusos. Algunos de estos poetas luego serían poetas revolucionarios, otros simplemente revolucionarios a secas. Y otros, la mayoría, fueron víctimas de la revolución en la que en un principio habían creído y al servicio de la cual habían puesto su pluma. Marinetti también tuvo mucha repercusión entre los pintores. Algunos de sus seguidores, como Umberto Boccioni, se enrolaron como voluntarios en la Primera Guerra Mundial (la única higiene del mundo, ya se sabe) y pagaron muy caro su entusiasmo patriota y militarista. Aunque de forma menos heroica a como ellos pensaban: Boccioni, que era un buen pintor y un buen escultor, murió a consecuencia de una simple caída de caballo en unas maniobras militares.
En la primera mitad del siglo XX, poetas con pistola tenemos unos cuantos. Tenemos los españoles: Alberti, Miguel Hernández, Dionisio Ridruejo. Dionisio Ridruejo no tuvo bastante con la Guerra Civil y se fue a pegar tiros a Rusia como voluntario de la División Azul. Y luego acabó siendo uno de los más críticos con Franco y participando en el “Contubernio de Munich”, lo que le valió el exilio. Sin embargo no dejó de escribir libros de poesía. E incluso relató su experiencia en el frente ruso en uno de ellos, con el explícito título de Poesía en armas. Alberti y Miguel Hernández no llegaron tan lejos. Aunque al menos Miguel Hernández sí que se atrevió a pisar la primera línea de trincheras, jugándose el tipo, mientras otros se quedaban tranquilamente en la relativa seguridad de Madrid. Es muy conocida la discusión entre Miguel Hernández y Alberti sobre este asunto y no voy a entrar en ello, aunque, desde luego, resulta un claro exponente sobre el grado de implicación de los intelectuales en los conflictos armados y la distinta manera de evaluar la importancia de su labor. En la Guerra Civil española muchos escritores se alistaron como voluntarios. Pero tanto como si lucharon o no, la guerra les alcanzó de igual modo. Y así lo reflejaron en sus libros. Así tenemos los casos de Panero, Cernuda y Rosales, además de los ya mencionados más arriba.
Pero de los poetas españoles se ha hablado ya mucho y bien, de modo que no me extenderé más en ellos. Poetas con pistola hay en muchos países. Toda Europa se vio envuelta en una guerra u otra. Los poetas, como los pintores o los músicos, tuvieron que tomar partido. El pintor alemán Franc Marc murió en el frente mientras hacía bocetos de caballos, uno de sus temas preferidos. Su compañero Kirchner, uno de los fundadores del expresionismo alemán, no murió en la guerra pero se volvió loco. En los peores momentos del asedio de Leningrado, el compositor ruso Dmitri Shostakóvich no solo compuso una sinfonía, sino que se las apañó para presentarla al público. Su séptima sinfonía (llamada Leningrado, como no podía ser de otra manera) se estrenó en pleno asedio, entre bombas rusas y alemanas.
Los artistas luchan a su manera. A veces también llevan pistola. Y la pistola no es solo un arma, es un símbolo. Un poeta uniformado no deja de ser un soldado, aunque su deber sea recitar poemas en la radio. De los poetas españoles e italianos ya hemos hablado. Tenemos más… Tenemos a los ingleses, como Frederic Manning, un poeta de origen australiano que luchó con los ingleses en la batalla de Somme (aunque a los ingleses, y a los americanos, se les da mejor la novela bélica: desde Hemingway hasta Dalton Trumbo). Y tememos los rusos. Entre estos últimos resulta muy interesante el caso de Maiakovski. Él fue uno de los que se dejó cautivar por Marinetti. Lo frecuentó en el café El perro errante, uno de los cafés bohemios de San Petesburgo, por donde pasaban, entre otros, Ósip Mandelshtam, Anna Ajmátova y su marido Gumiliov y María Tsvetaieva. En aquel momento Maiakovski era casi más conocido como editor que como poeta. Como editor tenía contacto con todos los más importantes poetas del momento. Pero su verdadero despegue comienza después del asalto al Palacio de Invierno. Con la llegada de la revolución puso todo su talento al servicio de la propaganda bolchevique. Y al principio le fue bien. Gozó de la suficiente confianza del régimen como para poder viajar por Europa como intelectual comunista, participando en debates, conferencias y coloquios. De vuelta en Rusia se convirtió en uno de los editores de las más importantes revistas literarias oficiales y no movió un dedo para ayudar a compañeros suyos que habían caído en desgracia. Pasó de escribir poemas futuristas a escribir sobre un cristo revolucionario armado hasta los dientes acompañado de 12 guerrilleros y a proclamar que si la revolución puede fracasar por culpa del canto de unos pájaros, habrá que matar a los pájaros. Incluso dedicó un extenso poema a Lenin. Pese a todo, Stalin dejó de considerarlo un individuo leal y Maiakovski, imaginando lo que venía a continuación, se suicidó de un disparo en 1930. Y es que las palabras son peligrosas, pero las pistolas lo son más.
Vladimir Maiakovski con Lili