Reciclo desde Ultramundo el díptico Black Angel , un clásico del neoyakuza que Takashi Ishii filmó a mediados de los 90 tras su exitosa dupla Gonin y antes de perderse en los territorios del cine erótico. En las dos entregas, diferentes pero interconectadas de múltiples maneras, Ishii extremaba todas sus características estético-conceptuales dentro de un conjunto progresivamente abstracto, decididamente estilizado y archiviolento. Abierto por igual al lenguaje del comic, a cierta sensibilidad futurista típica de los cineastas japoneses de la década y a una relectura de interés sobre los códigos del género. Protagonismo femenino, contextos urbanos deshumanizados, nocturnidad obsesiva, neón naranja y azules, melodrama y venganzas dentro de enrevesadas tramas de poder, dominio y retribución donde cada acto empuja a la realización de otro y donde todos los personajes principales aparecen ligados por lo fatalista. El conjunto de estas dos reseñas intentan exponer el interesante concepto de la secuela manejado no ya por su director, sino incluso por la cinematografía japonesa, donde esto no supone continuación sino variación, expansión de un universo propio, reglado en lo narrativo y pautado en lo formal, que utiliza a los personajes como arquetipos sobre los cuales proponer diferentes destinos posibles:
Black Angel vol. 1
Resulta curioso como Takashi Ishii ha regresado en los últimos tiempos a sus orígenes como cultivador elegante del Roman Porno con el cual inició su carrera en el cine a principios de los años 80 dejando su aportación al neoyakuza que comenzaba a bullir en los primeros 90 reducido a un cuarteto de películas, emparejadas de a dos, Gonin y Black Angel, con fuerte lazos entre ellas pese a no tratarse en ningún caso de secuelas sino de variaciones sobre un mismo tema, algo que ya antes había probado trabajando para la muy encallecida Nikkatsu, productora especializada en el género erótico desde finales de los 70 al igual que lo había estado el thriller en los 50/60, y donde ganó cierta notoriedad a través de una suerte de ciclo que suponía una reimaginación constante de sí mismo a través de dos personajes, femenino y masculino, que sistemáticamente repetían nombre, Nami y Muraki, y trama, basada esta en una combinación de tragedia folletinesca y sexualidad tortuosa. Estos mismos personajes, o más bien tipologías, le servirían para ir extendiendo poco a poco su formato primero al thriller nocturno y luego al mencionado neoyakuza con Nudo no yoru (1993).
Desde mediados de los 2000 Ishii regresa al erotismo puro con un díptico sadomasoquista protagonizado por la hermosa Aya Sugimoto, Flowers and Snake (2004/2005) donde busca recuperar el tipo de cine erótico cultivado en el país desde finales de los 60, de modo similar a como introdujo multitud de referencias al ninkyo eiga (es decir los filmes de “yakuzas caballerescos” de habitual ambientación histórica) protagonizado por mujeres en su filmografía noir. Y es que, pese a que Gonin (1995), el film que lo reveló mundialmente sea puramente masculino (y en no pocos aspectos subsidiario del que en aquel mismo momento realizaba Takeshi Kitano, cuya hierática figura es, no en vano, convocada aquí para encarnar a un implacable yakuza) Ishii es un director de películas de mujeres. Ya el segundo Gonin de 1996 supone un trabajo centrado en un grupo de heroínas femeninas enfrentadas a violentos clanes en un contexto tan extraordinariamente escabroso como extrañamente poético, donde la luz de neón, la obsesiva nocturnidad y la estilización de todos los elementos en cuanto a localizaciones, vestuario o gestualidad de las protagonistas empujan el conjunto hacia los límites de la abstracción y la colisión con otros lenguajes, desde las cadencias musicales a la lógica del tebeo. No es de extrañar esto último ya que Ishii comenzó como mangaka de los años 70 y Black Angel, en realidad, supone una adaptación de su propio manga Kuro no Tenshi de 1977, un gekiga (o hard-boiled geika como algunos han descrito) sobre un dúo de asesinas profesionales de tono profundamente setentero, nada lejano tampoco de la crudeza y explicitud cafre del cine de acción y sexo nipón del periodo en el cual Ishii se formó y convirtió en un autor conocido -de hecho la Nikkatsu lazó la longeva saga Angel Guts sobre una serie de tebeos de Ishii con él ejerciendo en algunas entregas como guionista-. De esta manera su reciclaje en forma de película resulta mucho más que una traslación de medios: es una completa reimaginación de un periodo de la cultura popular en otro distinto, un trasvase estético desde el feismo de los 70 al vaciado del estilo de los 90.
Todos estos elementos más algunos procedentes de su obra anterior se simultanean con mayor o menos fortuna en este fundacional Black Angel y se extienden de modo más convincente a la segunda entrega realizada en 1999, aunque,como ha quedado explicado, ambos sean títulos autónomos que suponen una variación, de acuerdo a una concepción musical, de una melodía primigenia ya esbozada en aquel tebeo de los 70 y lárgamente tocada en el cine de explotación japonés. Es decir se repiten motivos temáticos, tonales y estéticos, incluso determinados detalles argumentales son vueltos a formular de una manera diferente en lo que supone una concepción muy interesante de las posibilidades de construcción de un universo cohesionado que ofrece la política de secuelas del cine moderno.
Ishii propone desde el principio una historia de venganza donde los elementos arquetípicos del género, mezclados con una buena dosis de melodrama al gusto japonés, son observados desde una óptica que admite por igual el paroxismo y la estilización, la ultraviolencia y lo naif, la perversidad erótica y la humorada oblicua. Resuelta formalmente de modo equivalente (la vigorosa puesta en escena del asalto inicial, con un brillante aprovechamiento del espacio mínimo, o la irónicamente pop resolución de la paliza al novio de la protagonista en unos recreativos, contrastan con el horrible montaje o incluso con la horterez de otros). Amalgamando sintaxis dispersas en un conjunto por fuerza chirriante (la segunda entrega reducirá los lenguajes con resultados notablemente más armónicos), que admite por igual la estética (esteticismo) del thriller hongkonés y la brutalidad frontal del nipón, el ralentí sublimador y el plano fijo implacable, los préstamos del manga (nuevamente mucho más conseguidos en Black Angel 2) las citas irónicas al clasicismo americano o las aberturas al desbarre y al extrañamiento con un ojo puesto en Seijun Suzuki, dándose la mano con soluciones tan elegantes como la elipsis que da cuenta de un lapso de 14 años empleando como elemento narrativo algo tan sencillo como una escalera mecánica.
Así el director es capaz de introducir una absurda escena musical de euforia idiota para, a continuación, planificar una larga secuencia de acuerdo a una iluminación y ritmo que remite al cine negro de los 40 y a su vez derivar esta en un juego de humillación de extremada sordidez enmarcado en un decorado que pierde la capacidad evocadora del principio de para volverse una suerte de parodia viscosa del mismo. Un encadenado nada gratuito que parece forzar los límites la suspensión de incredulidad de un modo provocador y un punto gratuito de puro desafiante, exigiendo al espectador su compromiso para con un universo particular que se explicita como absoluta y absurdamente ficticio.
Dejando de lado estos jugueteos metalingüisticos de interés limitado y posibilidades irritantes el film, pese a su dispersión y arritmias no carece de interés. Tanto por su voluntad intergenérica -algo común al neoyakuza por otra parte, una renovación que contó con tres pilares básicos que son a su vez tres universos propios, Takeshi Kitano mixtura de salvajismo, lirismo y comedia del absurdo, Takeshi Miike, inaprensible, abierto lo mismo al delirio máximo que al clasicismo y el propio Takashi Ishii- de sintetizar melodrama desaforado y estilemas del género, lo mismo en clave moderna (el escalofriante distanciamiento humorístico de algunas escenas: el plano fijo que expone, mediante un empleo genial del encuadre y la profundidad, las acciones simultaneas del jefe de la banda dentro de un choche y de sus matones vistos a través de la ventanilla y que culmina, sin movimiento alguno, con la ejecución y enterramiento del subalterno con el cual discutía poco antes) que con puntuales citas a la imaginería formulada por Kinji Fukasaku en los 70 (frenesí cámara en mano, tomas callejeras, violencia espástica), primer punto de ruptura con la tradición del yakuza eiga, al abandonar la clave romántica en beneficio de un áspero hiperrealismo.
Más allá incluso de estos dos elementos básicos (melodrama y thriller) Ishii introduce también un sentido del erotismo singular, heredado de ese Roman Porno mencionado al principio y que solidifica en una lógica del abuso y un visión del sexo como elemento de dominio y poder. De acuerdo a esto parece lógico que el personaje de la hermanastra (luego sabremos que su relación de sangre es todavía más estrecha) de la vengadora Ikko, la delicada Riona Hazuki, aparece en su primera y segunda escena conspirando y follando a la vez (o viceversa): primero para asesinar a su propio padre y después para cerrar una importante concesión con un político explicitando de esta manera tan obvia el poder del personaje, emanado directamente de su voracidad sexual (algo que será matizado en un giro de la trama que no revelaré pero que cuenta con su momento análogo en Black Angel 2, casi hasta el punto de poder hablarse de una bifurcación de la ficción con ese instante como tangencia).
De igual modo el cineasta no se priva de recurrir a la vertiente más resbaladiza del cine erótico tal y como se entiende en Japón, incidiendo en el sadismo y la violación como armas de dominio. Esto se sustancia en uno de los momentos más poderosos del film, un larguísimo y laberíntico plano secuencia que tiene lugar en una planta de un destartalado hospital vacío y durante el cual un grupo de matones martiriza a Ikko hasta culminar con la susodicha violación.
Todo este bloque central de la película no solo participa de esto elementos conceptuales y dramáticos recurrentes en Ishii, sino que también plasma algunas de sus mejores ideas formales empezando con la consecución de un aire definitivo de abstracción mediante el empleo del espacio físico, de un escenario mundano que aparece vacío, despojado de sus rasgos cotidianos. En Black Angel será un hospital, escenario al que vuelve a recurrir en la segunda entrega (pero si en al presente aparece abandonado y destartalado en la siguiente está nuevo, flamante) y que ya se había manifestado en otras formas en Gonin 2, en aquella ocasión una discoteca abandonada, que a su vez aparecía también en la primera parte y que ejercía como no-lugar en el cual el film (los filmes) concretan su propio universo separado de cualquier noción de realismo pese a los rasgos externos de sus personajes, o al menos de la mayoría de sus personajes. De esta forma el aspecto exterior se vuelve un icono reconocible (los trajes horteras, las gafas de sol,…) del género, la ciudad, obsesivamente nocturna, se difumina hasta ser un fondo y las/las protagonista(s), los dos ángeles negros caminan hacia la estilización absoluta de raíz comiquera (o, ¿por qué no? hija de la economía narrativa de la serie b y el pulp) según la cual los personajes son definidos por su exterior. Exterior que hemos visto construirse, destruirse y reconstruirse en el caso de las dos heroínas dentro de una historia de retribución, legado y culpa.
Black Angel 2
En la primera entrega de este díptico sobre Black Angel (es decir un poco más arriba) hacía referencia tanto a la naturaleza general de la curiosa idea de secuela que maneja Ishii –“(…)ambos son títulos autónomos que suponen una variación, de acuerdo a una concepción musical, según una melodía primigenia. Es decir se repiten motivos temáticos, tonales y estéticos, incluso determinados detalles argumentales son vueltos a formular de una manera diferente en lo que supone una concepción muy interesante de las posibilidades de construcción de un universo cohesionado que ofrece la política de secuelas del cine moderno.(…)”- como al revelador detalle según el cual parecen bifurcarse ambas ficciones para dar lugar a dos títulos análogos pero divergentes, casi se diría situados en una suerte de multiverso; un espacio de ficción divergente pero compartido, familiar y distinto a la vez.
Incluso reinciden un buen puñado de actores en papeles diferentes, se repiten escenarios (el inquietante hallazgo del hospital ruinoso se refleja ahora en uno nuevo e impoluto, pero igualmente vacío) en una mecánica basada en la evocación, en la sugestión de la memoria y el espejismo del dèjá vu. Así, en la primera entrega el personaje interpretado por Miyuki Ono, la hermana/madre/enemiga de la heroína, aparece después de haber sido violada en un callejón, bajo la lluvia y con su vestido de colegiala, salvada in extremis por un joven aspirante a policía que se obsesionará con ella estableciendo un extraño vínculo protector. Esa misma escena, con esa misma imaginería, es releída por Ishii en Black Angel 2 para, a la manera de los tebeos, otorgar un origen secreto a la nueva asesina profesional que toma el manto respondiendo al mismo nombre, Mayo, pero al físico juvenil de la hermosa Yûki Amami y teniendo también su correspondiente historia de protección y deuda con un yakuza caído en desgracia tras matar accidentalmente a un hombre en un aparcamiento en medio de un tiroteo como Ángel Negro, la misma muchacha que él salvó hace años.
Por si fuera poco, y al igual que en el original, existen dos Ángel Negro, la titular, una aguerrida profesional que se alquila al crimen organizado y que es traicionada dese dentro (argumento manido y prototípico donde los haya pero que siempre funciona) y la “improvisada”, aquella que pretende una venganza personal. Pero si en el film de 1997 ambos personajes escogían una imaginería similar y las dos estaban rodeadas por un universo ficcional idéntico, abiertamente irrealista, abiertamente “de ficción”, en esta nueva entrega el director propone una interesante dicotomía al hacer colisionar el mundo estilizado, nuevamente de cómic, de la protagonista, con el cotidiano de la chica dispuesta a cobrarse su venganza: una florista a punto de casarse a quien unas abstractas guerras entre clanes joden la vida.
Esta decisión provoca los contraste más estimulantes del film entre la acción principal, todavía más estilizada que en el original -incluso en el vestuario de la protagonista, un auténtico uniforme de justiciera con alguna similitud de más a los que lucía Carrie Anne Moss en Matrix pero también con toque distintivos como esa falda abierta hasta la cadera- y la secundaria, de una sordidez crepitante y brutal. Con el agónico corolario de la visita a la sauna prostíbulo en busca de un arma, que deriva en una secuencia insoportable de violación (a manos del genial Susumu Terajima, presencia indisociable del cine de Takeshi Kitano) y posterior ejecución. Resulta toda ella con una sequedad ejemplar que es la que domina la puesta en escena de toda la película, aunque Ishii no perdona su particular querencia por el uso expresivo de los azules y anaranjados de neón y en algún momento se enfanga en largas pausas de irritante esteticismo.
Por ejemplo toda la parte que da cuenta de la convalecencia de Mayo o sus devaneos alcohólico-alucinados durante los cuales se plantean soluciones oníricas un tanto confusas y que nuevamente enlazan al personaje con su precedente, dentro de una interesante lógica del legado, de ese recoger el manto tan típico de la dramaturgia del cómic y también perfectamente coherente con lo arriba expuesto en torno a la naturaleza de “variación” que presenta este film y que ya había practicado el cineasta en las previas Gonin 1 y 2.
Black Angel 2 funciona entonces con total autonomía argumental y estética con respecto a su predecesora pero dentro de estas coordenadas delimitadas con elegancia y la supera gracias a manejar un menor número de elementos y hacerlo, además, de un modo mucho más sólido. El contraste se reduce a los dos elementos sustanciados arriba (abstracción/verismo) que se extiende desde el argumento, es decir las soluciones dramáticas (o melodramáticas por que el film participa con entusiasmo del desafuero y el desgarro del género) alrededor de un encadenado de tragedias personales, amores imposibles y pasados arrastrados todos marcados por la violencia, hasta la mucho más directa formulación de la violencia. Ishii usa mucho menos el montaje aquí, lo cual no significa que prescinda de ralentís, congelados o incluso un frenético prólogo “fukusakiano” cámara en mano, pero si privilegia la planificación clásica del cine violento japonés: ligeros contrapicados, planos fijos y tomas largas frontales que recogen la contundencia de la acción física y aprovechan las posibilidades del espacio (el espléndido tiroteo casi cuerpo a cuerpo en la habitación donde deberían hacerle el pago a Mayo o la cruda pelea en el hospital).
Los tornillos y encajes no chirrían tanto. Las aportaciones pop o cómicas se ven reducidas a un oscuro sentido del humor y las citas cinéfilas son reconducidas hacia cierta pureza neo-yakuza o incluso neo-ninkyo (por ninkyo eiga se conoce a los filmes de yakuzas honorables, literalmente “películas de caballeros”, principalmente de época y que a finales de los 60 conocieron una exitosa variante con protagonistas femeninas. Aguerridas (y sensualmente tatuadas) yakuzas/jugadoras errantes a la búsqueda de alguna venganza o simplemente cumpliendo contratos para matar que salían mal), al presentar unos personajes de estricto código y espíritu sacrificial como elementos centrales de la historia.