Revista Cultura y Ocio
Pequeña teología onírica
Supongo que al final Dios reconocerá a los suyos. Habrá un afecto distinto cuando abra las puertas del cielo y acoja a los que creyeron en su gobierno y a los que lo pusieron en duda o los que lo negaron abiertamente, pero anoche soñé que a Dios se le mudaba la bondad que nos han vendido siempre y que, mirado de cerca, a ras de ojo, como quien dice, expresaba una especie de ladina maldad, muy sofisticada, que daba al traste de modo brutal con la voluntad religiosa de las criaturas que dijo haber creado. Nada, no obstante, que desmiente o confirme que en el paraíso la Divinidad nos confortará como nos contaron. Nada a lo que aferrarse salvo la fe, que es un arcano en sí misma, una construccion similar al amor, inarticulable, asequible únicamente para quienes comprenden su mensaje y reciben su gracia. Yo, en mis sueños, alcanzo estados de complejidad teológica que ni por asomo vislumbro en la vigilia. Debería haber una máquina que los registrase. Una en la que confiar para saber ya de una vez por todas si estamos en complicidad con las alturas celestiales o definitivamente, como presumo, no poseo ningún tipo de interés en intimar con ellas. A lo que no pienso renunciar, por más que una voz de ahí adentro me revele lo inútil de todos estos desvelos, es al placer de estar varado en este limpia incertidumbre. Creo que el sueño que tuve explica realmente eso: las razones de mi descreimiento, el motivo por el que no comulgo, todas las partículas elementales de laicismo poético con el que me visto cuando salgo a la calle, escribo en mi blog o departo alegremente con los amigos sobre lo mundano y lo etéreo. A lo que se inclina mi naturaleza es al juego y posiblemente hay pocos, vencida ya cierta edad, que me restituyan una más agradable sensación de confort espiritual que éste de buscar dioses en los sueños. La realidad, que viene a veces muy cabrona, te enseña que hay otros asuntos que requieren una atención mayor. Que los dioses pueden esperar allá en sus benditas nubes. Que nuestro cerebro no nos pertenece del todo.
La torre del jorobado
Kirsty Spalding, del Instituto Karolinska en Estocolmo, un biólogo molecular ha descubierto que el cerebro humano fabrica diariamente 125 neuronas de nuevo cuño en una zona del hipocampo, que pesa solo seis gramos y alberga 22 millones más, dedicada a la memoria. Duele que algunas de las que todavía no se han extinguido y flotan en ese mar de recuerdos no funcionen como debieran. Al menos a mí, en lo que me afecta, no desempeñan su trabajo a satisfacción de quien las pasea a diario y quien confía en que no me abandonen antes de lo que uno buenamente sospecha. No es nada nuevo e irá (supongo) a más. Fallan las palabras, en ocasiones, pero también las imágenes. Fascina, sin embargo, que de pronto algo absolutamente sumergido, de lo que no poseíamos constancia alguna, emerja y luzca, en el oleaje de arriba, pletórico, sublime, enseñoreándose. Hoy el recuento de una serie de anécdots de muy atrás compartidas por unos cuantos compañeros del trabajo me hizo pensar en los primeros cuentos, en las novicias páginas del escritor que en la adolescencia (he calculado que hacia los quince años, no antes) comenzaba a inventar cosas. Y salió del fondo, ya digo, el nombre del cuento fundancional. La torre del jorobado, grité casi. Y regresé pasillo abajo a clase con la sensación de que algo bueno había pasado. Que las neuronas perezosas, algunas de esos millones serviles, todavía guardan tesoros y podemos (debidamente orientados, con la conveniente producción de estímulos) abrirlos y disfrutarlos.