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Política-ficción absorbente: Trece días

Publicado el 04 septiembre 2012 por 39escalones

Política-ficción absorbente: Trece días

Una característica propia de los imperios es que necesitan inventarse mitos y héroes a través de los cuales convencerse de la creencia en sí mismos y en su inmortalidad. La característica del actual -y perecedero, como todos los imperios- imperio americano es que insiste en la creación de mitos y héroes cuando el mundo ya es demasiado viejo y tiene el culo demasiado pelado para creer en ellos, sin que la mercadotecnia, la publicidad y la machacona repetición demagógica y santificadora de mensajes unidireccionales (en la línea de Goebbels: “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”; una de las muchas, muchísimas cosas que la democracia capitalista “a la americana” tomó de los nazis, de las cuales no pocas tenemos la oportunidad de “disfrutar” en la actualidad) sirva para que le compremos una moto que sabemos que no arranca, y a la que además le falta el manillar. El caso más flagrante de los muchos que atesoran la reciente -la más reciente, en un país en que cualquier cosa llamada Historia es por naturaleza reciente- historia americana es la figura de John Fitzgerald Kennedy, y por extensión, la de todo su clan, los Kennedy, familia de enorme poder económico, político y mediático en la segunda mitad del siglo XX, lo más parecido en Estados Unidos a lo que puede denominarse como aristocracia. Y como toda aristocracia, pretende ocultar con esa cosa llamada “glamour” (sea lo que sea eso) y mucho dinero un pasado de piratería y negocios sucios. Joseph P. Kennedy, el padre de John, sin ir más lejos, que ha pasado a la historia como inversionista, político, empresario y diplomático, se hizo rico gracias al alcohol de contrabando que durante la llamada Ley Seca su familia introducía en el país desde Canadá con ayuda del crimen organizado irlandés y la mafia italiana. Sus contactos con la mafia de Chicago le permitieron diversificar sus inversiones (incluyendo el cine y Hollywood, donde fundó la RKO), y en el futuro incluso comprar una enorme cantidad de votos para su hijo en no pocas circunscripciones electorales de amplias zonas del país. Estas notas características de su poco edificante comportamiento, unidas a sus querencias filonazis, compartidas con la familia Bush, por cierto, otra cuna de presidentes, le costaron sus cargos políticos y diplomáticos, y forzaron a los cerebritos de la campaña electoral de JFK en los cincuenta a inventarle a toda prisa un episodio de héroe de guerra (un supuesto hecho heroico en una lancha torpedera en el frente del Pacífico contra los japoneses) con el que tapar las fechorías económicas, políticas y delincuenciales de su padre y el resto de su familia. De la misma forma que este refrito publicitario ocultó el pasado familiar a los ojos de la opinión pública, el oscuro asesinato de JFK en Dallas en 1963 ha santificado a un político de talento bastante discutible, ambición desmedida, maneras bastante poco democráticas y una vida personal que poco tiene que ver con el aura complaciente con que la política oficial americana intenta tapar las dudas que genera su muerte. Por supuesto, el capítulo que más contribuye a crear esta imagen del Kennedy estadista, del tipo resolutivo, sagaz, astuto y encarnación de una nueva (que en realidad era vieja, muy vieja) forma de encarar la política, especialmente la internacional, es la crisis de los misiles de Cuba en octubre de 1962, que Roger Donaldson refleja en Trece días (2000).

La película de Donaldson, escrita por David Self, hace un recorrido cronológico por los acontecimientos que rodearon el intento de instalación por parte de los soviéticos de misiles nucleares de largo alcance en Cuba desde el punto de vista de cómo se vivieron aquellos momentos de tensión desde la Casa Blanca, con sus reuniones políticas de alto nivel, sus conferencias con el alto mando militar y los momentos de confidencias, reflexiones, temores y amenazas que rodearon a los protagonistas del lado norteamericano durante aquellos tensos días. Todo se cuenta a través del filtro de Kenny O’Donnell (Kevin Costner), el secretario del presidente Kennedy (Bruce Greenwood, en una estupenda caracterización), un hombre que pertenece a ese cuerpo de abogados, economistas, contables y políticos de la nueva hornada de Harvard que formaron sus filas, desde cuya perspectiva observamos los distintos vaivenes de una situación en la que, en días sucesivos, se pasó del riesgo de una III Guerra Mundial y la destrucción nuclear del planeta, a una clamorosa bajada de pantalones por parte de los americanos ante las exigencias soviéticas que los yanquis han intentado haer parecer siempre ante la opinión pública mundial como una inteligentísima y sabia maniobra diplomática con la que salvar al mundo de su desaparición. La película, consagrada principalmente a ofrecer un retrato amable de los Kennedy (tanto de JFK como de su hermano Robert, Secretario de Justicia y consejero para todo, interpretado de manera solvente por Steven Culp), sin mostrar ni un solo atisbo de los hábitos extorsionadores, chantajistas y autoritarios, sin duda heredados de su padre, que eran moneda corriente -y son- en la Casa Blanca de aquellos -y estos, y todos los- tiempos, presenta igualmente los hechos desde otros frentes, los barcos de guerra responsables del bloqueo de la isla caribeña, así como desde las mismas instalaciones de misiles cubanos, y, en cuanto a la Casa Blanca se refiere, sí llega a esbozar, muy esquemáticamente, algunas claves de la vida personal de Kennedy (su distanciamiento de su esposa Jackie, que asoma un segundo al comienzo de la película para desaparecer después) y también de su vida política (su preferencia por el apaciguamiento y la búsqueda de una solución que no sea invadir la isla y declarar la guerra a los rusos, lo que ocasiona el distanciamiento de buena parte de la clase militar dirigente del país, embrión, según se sugiere, del futuro complot que acabaría con su vida apenas un año más tarde).

Lo mejor que puede decirse del film de Donaldson es que el espectador se siente absorbido por el interés creciente de la historia, por más que sabida, apasionante, hasta el punto de olvidar los, a primera vista, excesivos 145 minutos de metraje. Kennedy y su equipo han de hacer frente, por un lado, a las presiones soviéticas y a la amenaza de guerra que supone la presencia de armas nucleares a apenas un centenar de kilómetros de Florida, y por otro, a los exaltados de las propias filas, que buscan la ocasión para resarcirse del fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos y una nueva oportunidad de hacerse con Cuba -entre otras cosas, para reintegrarle a la mafia los negocios que mantenían en la isla con Batista y que los comunistas les arrebataron- y de acabar con Fidel Castro. La película es, en su primera parte, una crónica de pasillos y despachos, de reuniones y conferencias, en la que se muestran los entresijos de la política presidencial y también de su residencia oficial (complejísima y muy solvente labor de recreación de los interiores y dependencias de la Casa Blanca), mientras que en la segunda mitad se alternan estos escenarios con los exteriores del mar abierto, de la isla de Cuba o de otros emplazamientos militares de la marina y la fuerza aérea americanas.

Entre las interpretaciones, correctas sin encandilar, destaca la caracterización de Greenwood como JFK, mimetizado en ella en cuanto a los gestos, el lenguaje facial y el acento y los usos de su manera de hablar, en público y en privado (especialmente destaca el discurso televisivo a la nación), y con el que, sin parecerse en exceso, logra, a los ojos del espectador, establecer una semejanza casi palpable. El ritmo de la cinta, absorbente como se ha dicho, se beneficia de un efectivo empleo del suspense, algo reiterativo en la repetición de situaciones (nuevos puntos de nervios y tensión que suceden a momentos de sosiego, tranquilidad y optimismo), aunque queda perjudicado por el caprichoso e injustificable uso por parte de Donaldson de algunas tomas en blanco y negro que nada aportan y que ni siquiera responden a la necesidad de incluir imágenes auténticas de archivo (todas las empleadas son en color); durante algunos minutos del metraje, determinados pasajes de reuniones y conferencias, y también de conversaciones privadas entre los hermanos Kennedy y el secretario O’Donnell están retratadas en blanco y negro sin que responda a una necesidad narrativa, a una clave dramática o a la intención de resaltar, diferenciar o llamar la atención sobre un momento particularmente importante, ya que se trata de secuencias de escaso contenido dramático y valor narrativo por sí mismas.

Con todo, se trata de una estupenda película, con una estimable labor de ambientación y puesta en escena (vehículos, vestuario, recreación de la Casa Blanca) y un excelente guión que incluye momentos de suspense y repuntes dramático-sentimentales muy emotivos y en el que, no obstante, se echa de menos una mayor toma de cuerpo de otros personajes, algunos de ellos históricamente relevantes (como Robert MacNamara), que sirvan de contrapeso y equilibren la casi exclusiva dedicación de Donaldson a fijarse en John y Robert Kennedy y en O’Donnell, un exceso de atención que obliga a la película a poner el énfasis en los hechos históricos -o en la parte que selecciona de ellos- en detrimento de un verdadero tratamiento y evolución dramáticos de los personajes, y que desemboca en la ausencia casi total de personajes secundarios, reduciéndolos casi a figurantes, y de subtramas en el guión que enriquezcan la historia y proporcionen otros puntos de vista. El valor añadido de la cinta es que permite acercarse, tanto por lo que muestra como por lo que deliberadamente esconde (como el “complejo militar-industrial” del que advirtió a Estados Unidos y al mundo el presidente Eisenhower en el momento de su retirada), a las tuberías de la alta política, y también comprobar cómo se fabrican ficciones sobre las que construir un mensaje determinado que poder vender a lo largo de los años, incluso de las décadas, sin perder vigencia, y sobre el que asentar superficialmente unos valores que no responden en la misma medida a la realidad cotidiana de la política, ni siquiera en la era Obama. La propia película vende como una victoria diplomática norteamericana una derrota diplomática real (a cambio de que Krushev se llevara los misiles de Cuba los americanos aceptaron retirar los suyos de Turquía, una amenaza directa para los rusos a pesar de que en la película se insista hasta la saciedad de su obsolescencia y de que su retirada estaba ya prevista con anterioridad), apuntándose al mensaje triunfalista del que el cine norteamericano “oficial” nunca queda exento cuando los Kennedy andan de por medio (ni siquiera en la magnífica JFK: caso abierto, de Oliver Stone). Un mensaje que, a pesar de los intentos, no llega a ocultar ni una sola mota de la basura que se percibe asomar bajo las mullidas alfombras de las salas de reuniones, los despachos y los vestíbulos de Washington.


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