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Política para principiantes: Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, Tim Robbins, 1992)

Publicado el 12 febrero 2024 por 39escalones

Bob Roberts (1992), Film-Review | Filmkuratorium

Tim Robbins ha manifestado en reiteradas ocasiones un interés muy vehemente por la política de su país, y en particular, desde una perspectiva progresista, por los riesgos de retroceso en derechos e instrumentalización de los mecanismos democráticos provenientes de parte de los sectores más conservadores del Partido Republicano y de los llamados neoliberales, en sus intentos por llevar a la práctica el manual de la Escuela de Chicago. Su conciencia política, muy mediática en especial durante el controvertido mandato de George W. Bush (2001-2009), le ha animado a participar en distintos proyectos ideológicamente militantes y comprometidos entre los que destaca su elección para debutar como guionista y director, esta sátira sobre la manipulación social y la explotación del populismo más desvergonzado que, además de servir de precursora a lo que han representado no pocos movimientos surgidos y acontecimientos acaecidos con posterioridad (no solo en los Estados Unidos), ataca directamente la línea de flotación de la política convertida en espectáculo publicitario, en discurso vacío construido a base de efectismos prefabricados por los medios de comunicación afines. En la tradición de cintas como El político (All the King’s Men, Robert Rossen, 1949) o Un rostro en la multitud (A Face in the Crowd, Elia Kazan, 1957), Robbins diseña la dinámica de auge y caída de una figura inicialmente ajena a la política que alcanza una alta notoriedad pública y un considerable apoyo social en su búsqueda egoísta de una posición de privilegio, que usa para ello una estrategia de comunicación edificada sobre la utilización de los recursos más primarios, de los trucos más bajos y facilones para atraer hacia sus propios fines de ascenso, prestigio y aprovechamiento a la gran masa anónima de votantes descontentos.

Bob Roberts (Robbins) es un discreto cantante folk cuyos discos suben en las listas de éxitos a medida que crece su actividad política en su proyecto de destronar al senador Brickley Paiste (Gore Vidal), y ocupar así su puesto como representante del estado de Pennsylvania. Su campaña, dirigida por dos individuos algo turbios, Chet MacGregor (Ray Wise) y, sobre todo, Lukas Hart III (Alan Rickman), al que se vincula tanto con la CIA como con los consejos de administración de corporaciones empresariales de comportamiento poco ejemplar y respetuoso con las normas, es una combinación de mítines de discurso populachero y conciertos en los que interpreta sus canciones -la música de la película está compuesta por David, el hermano del protagonista, guionista y director, formado en jazz y música étnica, y las canciones, letra y música, son obra del propio Tim Robbins-, coreadas y aplaudidas por el gran público como si fueran himnos religiosos e inevitablemente adornadas con unos textos que, desde un desprecio disfrazado de humor e ironía hacia los planteamientos propios de los sectores más progresistas, dan rienda suelta a las ideas ultraconservadoras y reaccionarias del candidato al Senado. El crecimiento de su opción de voto en las encuestas va de la mano de un supuesto escándalo de relaciones con menores del anciano senador Paiste, mientras que los medios dan una imagen moderna, dinámica, deportiva (Roberts es motorista y avezado practicante de esgrima) y desenfadada del candidato Roberts. Sin embargo, Bugs Raplin (Giancarlo Esposito), periodista de un medio prácticamente marginal, descubre y publica noticias acerca del desvío de fondos que elementos de la campaña de Roberts han realizado desde la dotación económica destinada a la construcción de viviendas sociales hacia la adquisición de aviones comerciales para una compañía aérea privada, lo cual amenaza la credibilidad y la ejemplaridad moral del emergente político cantante al poner de manifiesto la verdad sobre la personalidad y las intenciones del candidato y de sus adláteres. Las tareas por mantener su proyección ascendente se combinan con los esfuerzos para, primero, ningunear y luego acallar ese factor desestabilizador, cuyo efecto puede resultar incontrolable y devastador, lo cual va alterando igualmente el tono general, de la placentera complacencia inicial al enrarecimiento y el desquiciamiento progresivo de personajes y situaciones (como el episodio del resbalón en la moto).

La gran virtud de la película es también la fuente de su mayor carencia. El tono y el estilo elegidos para la narración es el de falso documental, la realización de un reportaje sobre la figura de Bob Roberts por parte del equipo de un canal de televisión, que le acompaña en sus viajes y en sus apariciones públicas, en sus debates, en sus reuniones con los colaboradores, a fin de hacer un retrato que los promotores de la campaña puedan rentabilizar electoralmente. Un hilo conductor que permite un acercamiento satírico, divertido y revelador, aunque igualmente exagerado y extenuante para el espectador, a lo que supone una campaña política, pero que al mismo tiempo es una lectura harto cínica, escéptica y, por tanto, también deprimente, de lo que implica la imparable (y el guionista Robbins aún no había visto hasta dónde se podía llegar) devaluación del sistema político americano (y, visto lo visto, no solo americano). Haciendo hincapié en la perspectiva populista y personalizando tanto en los nombres y apellidos, el argumento quizá descuida, sin embargo, ahondar en las tácticas y técnicas de campaña, apunta los problemas de manera algo más burda, torpe y superficial, como si fueran privativos de los personajes concretos involucrados y de una situación inventada y no vicios estructurales más allá de los ocasionales protagonistas, al modo de un diagnóstico correcto de una enfermedad inexacta, lo cual no resta un ápice de agudeza y valentía a la propuesta ni sorna al conjunto. A ello contribuye la aparición en pequeños papeles de amigos y personajes cercanos a Robbins (su pareja de entonces, Susan Sarandon, pero también Fred Ward, James Spader, Peter Gallagher, Helen Hunt, John Cusack, David Strathairn, Jack Black…), algunos de ellos en el papel de bustos parlantes de ridículos informativos televisivos (ridículos por su entrega al vacío de la información insustancial o por su forma de recrearse en el morbo sensacionalista), lo que hace de la búsqueda y observación del cameo otro aliciente añadido para la diversión del público.

Sin duda maniquea (el progresista Robbins dispara solo hacia un lado, la deriva neofascista de las políticas neocons norteamericanas, confirmada en lustros posteriores, no solo en lo que respecta a los Estados Unidos), la película pone de manifiesto las trampas del discurso conservador de los últimos años, la defensa de unos supuestos valores tradicionales combinada con la táctica de la extensión del miedo, la demonización de ideas políticas no coincidentes con las suyas, el uso en nombre de la libertad de herramientas que coartan esa misma libertad, la cesión de cuotas de esta en nombre de un mayor control disfrazado de seguridad, la normalización de planteamientos eminentemente sexistas y racistas supuestamente superados en décadas anteriores, y la vuelta de Dios y la religión a un lugar central en los debates públicos, y lo hace desde el humor socarrón y la parodia más lúcida, casi premonitoria, si se observa desde el punto de vista de los políticos grotescos que han sucedido a su antihéroe de ficción (de George W. Bush a Donald Trump, de Jair Bolsonaro a Boris Johnson, por no hablar de España y sus Autonomías). Lo que Robbins no vio venir es que las ideas políticas contrarias, aquellas con las que más se identifica, iban a sufrir una mutación semejante bajo los dictados de la cultura woke, el postureo en redes sociales y la utilización de valores y principios deseables y provechosos para la comunidad como forma de garantizar posiciones y privilegios particulares anclados en un populismo tanto o más rancio, edulcorado y sucio. La comedia de Robbins se asienta en el hecho de considerar a una parte del espectro político como una anomalía, una excepción, una excrecencia, un déficit que no afecta, sin embargo, a la esencia del sistema, por más que este lo permita, ampare o incluso pueda llegar a promoverlo y ampararlo. Tal vez al comprobar que esa anomalía, que esa excepción, se ha convertido en norma general y extensiva a los distintos bloques políticos, Robbins no tuviera más remedio que decantarse por el drama. Un drama más real y tangible que tiene a los sufridos ciudadanos por protagonistas y a los ciegos hooligans de unos y otros como cómplices.

Bob Roberts (1992)


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