Revista Cultura y Ocio
Foto: Web Oficial de la Bienal de Flamenco de Sevilla.
Ser flamenco es una actitud. Ponerse flamenco, una situación. Una salida de pata de banco, a veces; una afirmación de la personalidad, otras.
Ser flamenco es tener garra, es tener fondo, es llegar al alma, es hacer de la pasión quejío, es andar con la cabeza alta, es querer y quererse, y querer quererse, y sentir, y sentirse. Ponerse flamenco, decidirse a sentir un poco de todo esto -un poco del infinito-, aunque sólo sea por un momento.
Yo hoy quiero ponerme flamenca para hablar de la Bienal. Pero creo que no puedo hacerlo estando tan lejos de Sevilla. Sin oler a azahar -aunque ya sé que el azahar huele en primavera y no agotado el estío-, sin sentir el rumor del río, sin arroparme con la estrechez graciosa y esbelta del Callejón del Agua. Sin llegarme hasta San Lorenzo para ver a ese Gran Poder que te atraviesa el alma y te encoge el corazón, agrandándotelo a un tiempo, con esa majestad tan suya, con esa elegancia, con ese poderío, con esa grandeza que sólo Él tiene bajo el peso infinito de una cruz que es mucho más que un pedazo de madera.
Hoy no puedo ponerme flamenca porque no tengo ganas de flores, de peinetas ni volantes. Porque el corazón se me rompe a golpe de martinete y se deshace en el son oscuro de una soleá que quiere transformarse en bulería, pero no acierta a cambiar el compás.
Pienso que quizá allí, en Sevilla, sería diferente. Que si hubiera visto anoche a Miguel Poveda en la Maestranza hoy sería más flamenca, y no tendría que ponerme nada.
Pero el flamenco no es una ciudad, ni un cantaor, ni una actuación, ni una plaza engalanada, por muy Real y muy maestrante que sea. El flamenco es una condición. Algunos la tienen sin haber oído jamás una guitarra. Otros, por muchas sevillanas que puedan llegar a bailar, no serán flamencos nunca. Les falta empaque.