Hace ya algún tiempo escribí en la Newsletter de la empresa Terra Consultoría de Incentivos un artículo titulado: Aprender a no escuchar. A medida que pasa el tiempo lo que allí decía cada vez lo tengo más claro. La gente que marca diferencias –y que no viven vidas estándares programadas por una educación igualitaria que nos uniformiza– se aparta del rebaño y sigue caminos alternativos. Mark Twain decía: «En las multitudes lo que se acumula no es el sentido común sino la estupidez». Un adagio latino afirma algo parecido: «Ubi multitudo, ubi malum» (Donde está la multitud está el mal). De hecho un libro que está teniendo éxito últimamente –hablaré de él algún día– lleva por título: «Ignora a todos», de Hugh Mcleod. Y es que el éxito procede siempre de la diferencia, de lo no habitual, de lo extraordinario... Eso sí, el coste emocional es elevado: soledad, incomprensión, ser señalado, criticado... ¡juzgado! Y no trate de explicar nada a nadie...
Como empieza el mes de agosto, y para reflexionar, me gustaría dejar de nuevo el artículo citado: Aprender a no escuchar. Este blog se toma un respiro veraniego aunque es probable que de vez en cuando caiga algún que otro post. Buen verano a todos. El artículo dice así:
«Sí, a primera vista puede parecer una contradicción, pero la experiencia demuestra que también hay que aprender a no escuchar, porque hay personas que son expertas en amputar los sueños de los demás con sus palabras malintencionadas.
En cierto modo, lo que se esconde detrás de esos dardos envenenados es la envidia (ver artículo La gestión de la envidia), que no es más que el recurso de los menos capaces; individuos que ante la imposibilidad de alcanzar los objetivos que les gustarían, intentan que otros tampoco se alcen con ellos porque eso supondría dejar al descubierto sus carencias. Para ello no tienen reparos en maldecir las ilusiones de los demás con la finalidad de que desistan y así poder saciar sus propias insatisfacciones personales.
Sólo si se tiene una personalidad muy fuerte –esto no resulta nada sencillo– uno es capaz de abstraerse, tomar distancia de los comentarios ácidos que otros realizan y nadar a contra corriente. Somos humanos, y las opiniones ajenas –por mucho que digamos– nos afectan e influyen en nuestro estado de ánimo y en nuestras decisiones.
Siempre me ha interesado el peso que tiene la masa –la multitud o las mayorías– en nuestros comportamientos. Distintos autores han escrito sobre la influencia que ejerce el grupo en el individuo. En muchos casos, la necesidad de aprobación de los demás –especialmente en las culturas latinas donde la necesidad de afiliación es mayor– está implícita en tales comportamientos. Ser diferente –apartarse del rebaño– es pasto de incomprensión y, consecuentemente, de rechazo, algo que no siempre es fácil de asimilar y digerir.
Una investigación realizada por el psicólogo Solom Eliot Asch (1907–1996) («Studies of independence and conformity: A minority of one against a unanimous majority», 1955) pone de manifiesto en qué medida hay personas que son esclavas del grupo. El estudio es el siguiente. Se presentan dos cartones a 7 individuos. Uno de los cartones tiene pintada una recta que sirve de referencia. El otro, tiene tres rectas de distinta longitud, una de las cuales es de igual tamaño a la que sirve de referencia. Se pide a las personas que decidan, por turno, cuál de las rectas es igual al patrón. Las diferencias de longitud son suficientes para que no existan graves problemas de percepción. De las 7 personas, sólo una es un «ingenuo» participante, mientras que las otras 6 están «compinchadas» para engañar. Estas últimas hablan en primer lugar e indican una recta distinta a la de referencia. ¿Qué dirá el invitado? En ausencia de cualquier tipo de influencia (sin personas que engañan) el índice de error es del 1%. En presencia de 6 personas preparadas para engañar, el porcentaje de error puede llegar a aumentar hasta el 37%; es decir, el juicio unánime del grupo ejerce una fuerte presión sobre la decisión del participante «ingenuo».
Por tanto, en ocasiones, la mejor recomendación es hacer oídos sordos a los que nos transmiten terceras personas y centrarnos firmemente en nuestros propios objetivos. No mirar demasiado a los lados y tirar por la calle de en medio podría ser una recomendación útil.
Es conocida la historia de una carrera de ranas cuyo objetivo era alcanzar lo más alto de una gran torre. En la salida se había congregado una gran multitud de espectadores que habían acudido para apoyarlas y animarlas. Preparados, listos, ya. Comienza la competición. Pronto, los asistentes, ante las dificultades de las ranas para avanzar hacia la cima de aquella torre, murmuraban:
– ¡Qué pena! ¡No lo van a conseguir! ¡No van a poder!
Algunas de las ranas, al escuchar las voces, comenzaron a desistir. Pero había una que persistía y continuaba la subida sin inmutarse. A medida que avanzaba la carrera, la multitud continuaba gritando:
– ¡Qué pena! ¡No lo van a conseguir! ¡No van a poder!
Poco a poco, las ranas iban abandonando una a una, menos aquella que continuaba a su ritmo sin poner mucho interés a los comentarios. Ya al final de la carrera, todas las ranas habían cejado en su empeño excepto la que se había mantenido firme en su propósito desde el principio. La curiosidad se apoderó de todos los presentes. Querían saber cómo había sido posible aquella hazaña. Y cuando fueron a preguntarle acerca de sus habilidades para alcanzar tal proeza, fue cuándo descubrieron que ¡era sorda!
Ésa fue su gran virtud, carecer del sentido del oído para escuchar opiniones que la hubieran alejado de su meta. En muchas ocasiones somos prisioneros de nuestros pensamientos y la mente se convierte en una especie de campo de concentración. Para bien y para mal, los pensamientos determinan nuestros sentimientos –positivos o negativos– que determinan nuestras conductas catapultándonos hacia la cima o hundiéndonos en el fango. Henri Poincare manifestaba: «El pensamiento no es más que un claro en medio de la noche, pero ese claro lo es todo». Nuestro más fiel compañero o nuestro más incómodo destructor. Por este motivo, hay que saber qué mensajes dejamos entrar en nuestro cerebro y filtrar muy bien su contenido. Muchas limitaciones no son sino falsas creencias incrustadas en nuestro inconsciente más profundo resultado de prejuicios, tópicos y mensajes dañinos que nos han ido transmitiendo –a veces sin malicia y en otros con intencionalidad clara– que nos apartan de la oportunidad de alcanzar nuestros sueños (ver Lo hicieron porque no sabían que era imposible).
El peso de la masa y las opiniones ajenas no siempre es acertado. El filósofo Bertrand Russell (1872–1970) sentenciaba: «Que una opinión sea compartida por mucha gente no quiere decir que no sea errónea». El razonamiento del padre Benito Jerónimo Feijoo (1676–1764) iba por senderos similares: «Los ignorantes, por ser muchos, no dejan de ser ignorantes». No siempre lo que piensa la mayoría es equivocado, pero habitualmente, la gente que marca diferencias –que ve cosas que los demás no captan y anticipa escenarios futuros– se desmarca de la multitud, sigue su propio instinto y no se deja avasallar por las corrientes de opinión. Muchos negocios se han hecho gracias al arrojo de aquellos que desoyendo el consenso popular, tuvieron la valentía de actuar en sentido contrario (en la diferencia está el éxito) al que otros muchos aconsejaban.
Entonces, escuchar ¿sí o no? Sí, pero no a todo el mundo ni en todo momento. Los proyectos y las decisiones hay que contrastarlos, pero son pocas las personas a las que uno puede recurrir para hacerlo. Saber escuchar y no juzgar –aspectos fundamentales de todo buen coach– no son cualidades que abunden en la mayor parte de las ocasiones. Si alguien de verdad quiere que lo mejor para ti jamás tratará de apartarte de tus sueños; y si piensa que vas por el camino equivocado, te lo hará saber de manera muy sutil. En cualquier caso, dejará que seas tú quien por ti mismo decida el curso que quieres dar a tu vida respetando al máximo tu individualidad única e irrepetible».