O por qué el mito del riguroso método científico no ayuda: la amenaza de la pseudomedicina no procede de sujetos con discrepancias epistemológicas, sino de un negocio extremadamente rentable.
La crisis sanitaria provocada por un nuevo coronavirus, el SARS-CoV-2, supone una oportunidad de oro para todos aquellos que se enriquecen con la llamada pseudomedicina. En ausencia de vacunas y de antivirales específicos, y viéndose colapsados los sistemas de salud de muchos países, una falsa esperanza es aún una esperanza. El alcance de numerosos tratamientos tan lucrativos como ineficaces, desaconsejados por un sencillo análisis de la evidencia, asusta en países tan poblados como India o China. Sirvan unos pocos vínculos: políticos indios recomendando homeopatía y yoga contra el coronavirus, pastillas de orina de vaca entre los hindúes, aceite de serpiente en China.
Medicina tradicional china, en un hospital especializado en la misma. Fuente: Fan Peishen/Xinhua
Los llamados escépticos se desgañitan, indignados, gritando: «¡Pseudociencia!» Pero… ¿es la distinción entre ciencia válida y pseudociencia la clave? ¿Es una cuestión de demarcación?
La intromisión de las llamadas pseudociencias se afronta frecuentemente, y con gran desatino, como una cuestión epistemológica. Así, se apela al método científico, a la objetividad, a la falsabilidad (más a menudo que a la verificabilidad, por fortuna) y, en los peores casos, dando invaluables herramientas a los contestatarios, al rigor y a una supuesta necesidad de liberar la mente de creencias.
Como investigador, sabré que he hecho un trabajo horrible cuando alguien no encuentre qué decir del mismo además de: «Es riguroso».
Hay varios errores en los planteamientos de los escépticos. El primero de ellos es escoger esa denominación que ya escogiera Carl Sagan. La autoridad del nombre no arregla el error. Y la distinción entre escepticismo científico y escepticismo filosófico es un parche poco creíble; ¿acaso Descartes no era científico? El escepticismo (sin más) consiste en desconfiar de todo conocimiento; todo, todito, todo. En la segunda mitad del siglo XVIII, Kant recoge los persuasivos argumentos de Hume y, tras once años de reclusión (ríanse del confinamiento actual) escribiendo su Crítica de la razón pura, del muelle del escepticismo hace zarpar todos los barcos a excepción del de la metafísica… pues sus juicios a priori no se refieren a la realidad fenoménica. Después aclaró, en una respuesta a Garve, que su idealismo no era escéptico, sino crítico. Seamos idealistas o no, ese es el adjetivo que define al científico: ¡crítico, crítico, crítico!
Pero supongo que es tarde ya.
El segundo error es perderse en la vía del criterio de demarcación. El problema de las pseudomedicinas tiene un fondo ético, un fondo relacionado con la avaricia y la falta de escrúpulos. La industria de la medicina que no funciona tiene un altísimo volumen de negocio: 50 mil millones de dólares al año solo por parte de la medicina tradicional china; los estadounidenses, por su parte, gastan 3 mil millones de dólares en homeopatía. La rentabilidad resulta inigualable: se ahorra en I+D y se vende a un precio muy superior al de producción.
Tampoco hay un problema en las creencias que subyacen so las pseudomedicinas indias, chinas o de cualquier nación: librarse de la anticipación en la ciencia es imposible, por fortuna. Una mente vacía no sabe qué hacer con las sensaciones que le llegan. Para defender la legitimidad de las creencias basta recordar a Kepler. Su fe en un Universo diseñado con la mayor sencillez posible fue fundamental para postular las tres leyes que llevan su nombre. Ridiculizar las creencias sobre equilibrios de la energía vital únicamente ayuda a la industria arriba referida, insultando a quienes las comparten en lugar de intentar advertirles de los capullos que quieren aprovecharse de ellas.
El problema es la deshonestidad. El lujoso vehículo de la industria pseudomédica parte de la deshonestidad intelectual, pasa por la calle de la publicidad engañosa, da un cambio de sentido en la glorieta del soborno cruzándose al carril derecho y, cuando vuelve a la deshonestidad, resulta que ha atropellado siete principios éticos por el camino.
Este sinsentido, por ejemplo, es una invención completamente irresponsable, que no parte de creencia alguna:
Cuando un paper patrocinado por una institución pro-medicina tradicional revela resultados positivos sin ensayos con placebo o sin estudios de doble ciego, o cuando los autores se niegan a colaborar con los críticos que solicitan acceder a los datos, no estamos ante una vulneración del método científico. Nunca hubo un único y unívoco método científico, o no lo hubo fuera de los sueños de algún positivista ingenuo. No, no estamos ante un campeón de la ciencia alternativa que alza la bandera del anarquismo epistemológico. Estamos ante una pequeña parte de una gran estafa.
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