“A diferencia de sus coetáneos cristianos, los muchachos judíos habían recibido siempre una alfabetización en toda regla … El Talmud prohíbe vivir en una ciudad sin escuelas”
Esta es la situación que describe Götz Aly en “¿Por qué los alemanes?¿Por qué los judíos? Las causas del holocausto“. El párrafo corresponde a la situación allá por el siglo XIX y pretende explicar cómo los judíos que recién llegaban a Europa eran capaces de superar en muchos aspectos a los que ya habitaban el viejo continente. Continúa Aly en otro párrafo:
“La cultura educativa de los clérigos de religión cristiana era muy distinta. Concedían importancia a la memorización de dogmas, consideraban los debates un peligro diabólico … y sólo de modo excepcional, demostraban cierto interés por una educación sistemática de sus corderillos … Hasta bien entrado el siglo XX, los padres cristianos advertían a sus hijos: «¡Leer estropea la vista!»”.
La consecuencia de dos visiones tan diferentes fue que, en una Europa tan cambiante como la del siglo XIX, los judíos se subían al carro de la modernidad y aprovechaban las nuevas oportunidades y puestos laborales que surgían, mientras que las mayorías cristianas se iban quedando atrás. Según esta idea, para Aly se fue generando un poderoso sentimiento de inferioridad y de envidia.
“Los judíos se subieron en masa al tren del futuro y se convirtieron en pioneros de la novedad”
Aly menciona al pastor luterano antisemita Adolf Stoecker, que en 1880 proclamó en la Cámara de Diputados de Prusia:
“Judaísmo y progreso van unidos … solo podremos romper el yugo judío si nos apartamos del progreso”
Él mismo, en otro momento, decía:
“Hasta los judíos pobres han sacrificado bienes y posesiones para dar a sus hijos una buena educación … tendrían que haberse dedicado a lo mismo que un alemán: no alejarse del trabajo pesado y convertirse en sastres, zapateros, obreros, criados y sirvientas … pero se han convertido en patrones, mientras que los cristianos trabajan a su servicio y son explotados por ellos”
Con este panorama, sólo faltaba una justificación científica para poner a los judíos en otro plan de la naturaleza, por debajo de los demás. Los primero intentos surgen en el siglo XIX, intentos con los que las potencias con colonias podían justificar no conceder derechos a los aborígenes y tratarlos como algo diferente a un ser humano, con el objetivo de exclavizarlos. Justo a principios del siglo XX llegó a Alemania la traducción de un libro de Gobineau en el que se justificaba la superioridad de la raza blanca, especialmente la alemana. Los alemanes no tenían colonias de importancia, así que la idea de la raza la utilizaron para las minorías de sus propio territorio. El mismísimo Rudolf Virchow, uno de los padres de la patología y colaborador en rechazar las teorías de los humores, se dedicó a medir el cráneo de casi siete millones de escolares alemanes (incluyendo 75.000 judíos), no pudiendo encontrar ningún rasgo que diferenciara las razas germánica de la judía. Esto no fue problema para el británico-alemán, Houston Stewart Chamberlain, que calificaba el cráneo germánico como de “cerebro eternamente acertado, atormentado por la nostalgia, golpeado y expulsado del perímetro de la comodidad animal“. Como cuenta Aly:
“Según él, el cráneo alemán proyectaba la luz de la nación ariogermánica sobre el fondo negro betún de la eternamente animal raza judía”
Darse cuenta de que la minoría les estaba adelantando en todos los aspectos no fue cómodo, así que la pseudociencia racista era una buena excusa para justificar lo que hiciera falta con tal de quitárselos de en medio. Aly es muy claro respecto a este asunto: mientras unos cosechaban éxitos y ascendían en las escalas económicas y sociales, los otros podrían seguir acusándolos de atentar contra los sagrados valores de la nación y del cristianismo.
“La palabrería racial ocultaba la envidia del éxito ajeno”
Adolf Hitler, ya en 1928, escribía que “los hebreos degeneraban en el cerebro de una humanidad formada sin valores … y con sus armas exterminarán la inteligencia nacional”
En novelas de ficción de la época, se recoge el sentir general sobre la situación. Por ejemplo, una de ellas, publicada en Austria, recoge lo siguiente:
“Los paisamos austríacos pertenecen a un pueblo montañes inocente, cándido y bueno, pero que se desarrolla algo lentamente y no está a la altura de los judíos … Los judíos que están entre nosotros no soportan un desarrollo tan pausado … Con su enorme inteligencia … nos han vencido … se han apoderado de toda la vida económica, intelectual y cultural”.
Todos estos prejuicios serían, al fin, vestidos de un aura científica por Eugen Fischer (de él deriva el término “eugenesia”). Él y otros dos colaboradores transformaron en su libro (1920-21) lo que ya se llevaba oyendo décadas por todas partes: los judíos eran inferiores, propensos a todo tipo de enfermedades físicas y mentales, y una raza ajena procedente de Asia, amén de poseer unas “predisposición al dominios y explotación de las personas“. La higiene racial se convirtió, de pronto, en una disciplina que recibía donaciones y subvenciones abundantes. Sus ideas centrales consisten en que había que separar los bueno de lo malo, e impedir la reproducción de lo malo por cualquier medio disponible.
Hacia 1930, debido a las pesadas cargas del tratado de Versalles, el país estaba en bancarrota. Las deudas de la Gran Guerra eran impagables y la crisis económica desencadenada fue de enormes consecuencias. Pero el culpable ya estaba a disposición de todos: el judío.
El exterminio comenzó a ensayarse desde dentro. La eutanasia social nazi que se desencadenó a partir de 1939 eliminaba enfermos y discapacitados de todo tipo en centros hospitalarios mediante actas médicas y el beneplácito o, en el mejor de los casos, la pasividad de las familias afectadas. En otro libro de Aly “Los que sobraban” se cuenta lo siguiente respecto de los alemanes que se iba a ejecutar por razones de eutanasia cuando sus familiares eran informados de ello: “Los familiares están de acuerdo en un 80% de los casos, protestan en un 10% y se muestran indiferentes en otro 10%“.
Así desaparecieron alrededor de 200.000 alemanes a manos de sus propios compatriotas.
Dice Aly: “quien acepta que un pariente cercano sea esterilizado, considerado como un lastre y deportado a un lugar desconocido, es capaz de tolerar que los miembros de una raza denunciada como hostil desaparezcan por decreto“.
Los alemanes tenían conocimiento en todo momento de lo que se hacía con sus compatriotas, con los judíos y otras minorías, pero, les espetó Thomas Mann, “preferís no saberlo por el horror justificado que sentís ante el también inexpresable odio que crece a pasos agigantados y que, un día cuando fuerza nacional y tecnológica decaiga, os destrozará“.
Otros artículos relacionados
- Las Benévolas y los iluminados de la eugenesia
- Todos los hombres del Führer
- Ciencia para Nicolás y para todos los demás