Artículo publicado en Los Angeles Times 26-03-2017
Autor: Benjamin Reiss
En
lugar de dar a los niños su propia habitación, dormir cerca de ellos
podría ser un uso más educado y sostenible del espacio y los recursos
naturales.
Una característica particularmente extraña de la vida
familiar de clase media es la forma en que entrenamos a nuestros hijos
para dormir. “Ve a tu cuarto”, le decimos a los niños desde muy
pequeños, “y quédate allí toda la noche”. Hemos inventado elaboradas
técnicas para apoyar este aspecto supuestamente esencial del desarrollo
infantil, implementándolas a un gran costo emocional para todas las
partes.
Para los padres, se trata de decisiones agonizantes acerca de
cuándo y cómo consolar a un niño que llora, y peleas semidormidos acerca
de cuál de los dos se encargará de ello en mitad de la noche. Para los
niños, el tema genera miedo a estar solos en la oscuridad y un
resentimiento contra los adultos, quienes, según palabras del
historiador Peter Stearns, “insisten en la urgencia de ir a dormir
cuando ello no se desea para nada”. La frustración resultante parece
haber alcanzado un punto de ebullición, tal como lo evidencia el best-seller “Go the F— to Sleep” (Maldición, vete a dormir).
¿Por qué lo hacemos?
A
pesar de toda la tenacidad con la cual nos aferramos al ideal del sueño
infantil solitario, se trata de una anomalía histórica. El actual
sistema para dormir -los adultos en un cuarto, cada niño amurallado en
otro- no era una práctica común en ningún sitio hasta finales del siglo
XIX, cuando llegó a Europa y América del Norte. Incluso en las familias
ricas, que podían permitirse el lujo de ampliarse, los niños
generalmente dormían en la misma habitación con sus cuidadoras o
hermanos. De hecho, el sueño solitario de la infancia parece cruel en
aquellas partes del mundo donde el colecho o el sueño colectivo sigue
siendo una práctica habitual, entre ellas en países desarrollados como
Japón.
Pero a medida que la riqueza industrial se expandía hacia
las economías occidentales, también comenzó a creerse que la privacidad
individual -más especialmente por las noches- era un sello
característico de la “civilización”.
Costó mucho revocar el
hacinamiento nocturno y proporcionar mayor privacidad en casas de
huéspedes, las cuales según se creía despertaban enfermedades e
inmoralidad ante la proximidad de los cuerpos durmientes.
En un
informe de 1842, Edwin Chadwick, pionero reformador inglés de la salud,
escribió que “en estas instalaciones, dos o tres familias dormían
juntas; los trabajadores tosían y roncaban juntos en habitaciones sin
ventanas o chimeneas, y la atmósfera toda estaba impregnada por la
suciedad, el aire fétido y el vicio”. En respuesta a dichas condiciones,
en 1851 el parlamento aprobó una ley de viviendas comunes, donde
especificaba, entre otras medidas de salud, la necesidad de una
privacidad básica.
Asegurar la privacidad por la noche no sólo era
un tema de salud; también era una forma de definir la “blancura”
apropiada, o la “europeidad”. Mientras que los reformadores apoyaban el
sueño en solitario como algo saludable y moral, señalaban que “los
salvajes” dormían colectivamente, y esta práctica era, de alguna manera,
la culpa del subdesarrollo del mundo no occidental.
De acuerdo
con el médico William Whitty Hall, autor de un popular libro de higiene
del sueño en el siglo XIX, los individuos en sociedades con habitaciones
compartidas eran “como lobos, cerdos y plagas”, que “se agrupan” unos
con otros.
En tanto, en el civilizado occidente “cada niño, a
medida que crece, tiene un área separada”. Donde el sueño social
persiste entre los blancos suele estar asociado con la pobreza y
considerado como un mal social, tal como describe el libro de Jacob Riis
“How the Other Half Lives” (Cómo vive la otra mitad), de 1890.
Ciento cincuenta habitantes de viviendas, observó el autor con horror,
dormían “en pisos sucios, en dos edificios” y los vagabundos lo hacían
en los umbrales.
Esta nueva insistencia en el sueño individual se
reforzó mediante la psicología y la pediatría durante el siglo XX. En
1928, el psicólogo del comportamiento John Watson argumentó que los
niños deben ocupar sus propias habitaciones tan pronto como sea posible,
por temor a que un exceso de mimos trastorne su desarrollo.
El
complejo edípico de Sigmund Freud -con su aterradora visión de los niños
permanentemente traumatizados después de haber visto a sus padres tener
relaciones sexuales- dio ímpetu a la idea de que la proximidad nocturna
era perjudicial.
El pediatra más famoso de mediados del siglo XX,
Benjamin Spock, ofreció una mezcla de ideas freudianas y entrenamiento
conductual, advirtiendo que “el niño pequeño puede sentirse molesto por
el coito de sus padres, que él malinterpreta y al cual le teme”. Para
evitar ese resultado traumático, Spock recomendaba sujetar al pequeño a
la cuna con una red adaptada.
El método más conocido para separar a
los niños de sus padres implica el entrenamiento en lugar de las redes.
“La hora de ir a dormir significa una separación”, escribió el Dr.
Richard Ferber en 1985, porque aprender a dormir aparte de los padres
permite que el niño “se vea a sí mismo como un individuo independiente”.
Más
tarde, Ferber se apartó de la afirmación de que el sueño solitario era
preferible a nivel global que la habitación compartida, y reconoció que
esa opción “predominó durante la evolución de nuestra especie”. En lugar
de ello, el especialista aconsejaba a los padres que “eligieran el
sistema que mejor se adaptara a sus necesidades”, aunque recordaba a los
lectores que las sociedades que practican el sueño colectivo “tienden a
ser más primitivas a nivel económico y social”, quizás remarcando
involuntariamente viejas asociaciones de la práctica del sueño social
con culturas supuestamente inferiores.
Hay, por supuesto, buenas razones para que
los niños tengan sus propios dormitorios. Es más práctico para los
adultos disfrutar del ocio nocturno en un área donde no hay pequeños
durmiendo; es más sencillo para marcar un horario adecuado para el
trabajo y la escuela, y la intimidad de los padres puede aumentar sin
niños alrededor. Los médicos aconsejan, además, que los padres no
compartan colchones suaves con bebés -ante el riesgo de sofocar
inadvertidamente al niño con los movimientos nocturnos-, especialmente
si los adultos han bebido.
Por mi parte, debo admitir que crié a
mis hijos para que duerman a solas. En ese momento, no parecía haber
alternativa razonable. Pero, de hecho, hay beneficios económicos,
ambientales y emocionales de dormir juntos. Ampliar espacios del hogar
requiere grandes casas, cuyo costo de construcción es grande, y que
también son caras de calentar e iluminar. Nuestro sueño, en otras
palabras, tiene una gran huella de carbono. Lejos de ser una práctica
atrasada, el colecho, o al menos dormir cerca, puede ser un uso más
informado y sostenible del espacio y de los recursos naturales.
El beneficio más obvio podría ser derribar las paredes figurativas
que nos separan. Cuando los niños finalmente aprenden a permanecer en
sus habitaciones comienzan a echarnos de ellas, y el “¡sal de mi
cuarto!” reemplaza el “¡maldición, vete a dormir!” como saludo de buenas
noches.
Por contraste, como han argumentado los antropólogos
Carol Worthman y Ryan Brown, las estructuras familiares en las
sociedades de habitaciones compartidas tienden a estar más unidas y
tienen menos conflictos intergeneracionales. El aumento de la tensión
con el cónyuge es otro posible subproducto del sueño en solitario: ¿Cómo
se puede esperar que los niños criados para pensar que el dormitorio es
una fortaleza privada toleren después que alguien ronque, se mueva
durante el sueño, juegue con un teléfono o vaya al baño en mitad de la
noche? No debe sorprendernos que cada vez más a menudo los compradores
de viviendas solicitan dormitorios separados para la pareja, lo cual a
su vez requerirá que los habitantes de los suburbios le den a sus
mansiones otra inyección de esteroides.
Si criamos a nuestros
hijos para compartir el espacio entre ellos y con sus padres por la
noche, quizás crezcan y sean menos peleadores, sepan compartir más y
cuidar más de otros, tal como cuidan de sí mismos.
Benjamin Reiss es profesor de Ingles en Emory University. Es autor de “Wild Nights: How Taming Sleep Created Our Restless World.”
Traducción: Valeria Agis
Para leer esta historia en inglés haga clic aquí
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