“Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.“
Luis Cernuda, “Donde habite el olvido” (1932-1933).
No le falta razón a Alan Baddeley al decir que “el momento en que somos más conscientes de nuestra memoria es cuando falla”. A pesar de que los despistes forman parte de nuestro día a día y que el estudio de la memoria en general ha hecho grandes avances desde finales del siglo XIX, nuestra comprensión acerca de este fenómeno sigue siendo escaso debido a que los estudios empíricos en torno al olvido fueron abandonados hasta hace muy poco. Como han especulado varios autores, puede que este retraso se deba en gran parte a que hasta hace relativamente muy poco los psicólogos nos hemos deshecho de la metáfora informática; como dice Baddeley: “los ordenadores no suelen olvidar”.
Si alguien esperaba que hablásemos del hipocampo o cómo se desarrolla la memoria a nivel molecular, sentimos decepcionarlo; más allá de las bases neurales del olvido (si queréis, otro día tomamos un café y hablamos de reduccionismo; guiño y carantoña), repasaremos las teorías que más auge han tenido en las últimas décadas para explicar por qué olvidamos.
Ebbinghaus: un hombre con curvas
Es imposible discutir sobre el olvido sin comenzar a hablar de Hermann Ebbinghaus (1850-1909). Para aquellos a los que no les suene esta institución, podríamos resumir la carrera de este filósofo y psicólogo alemán diciendo que en su mejor momento Hermann fue el Mozart o el Van Gogh en lo que a los estudios empíricos sobre la memoria se refiere.
¿Os suena lo de la curva de aprendizaje? Pues se la debemos a este hombre; en 1885 no sólo descubrió la curva de aprendizaje sino también la curva del olvido. No sabemos si era porque se aburría o porque le apasionaba la psique humana pero aparte de ser su propio sujeto experimental aprendiendo listas de trece sílabas hasta el hartazgo, Ebbinghaus era un excelente psicometra y, gracias a sus minuciosos cálculos, todos sabemos ahora que a diferencia de la curva lineal de aprendizaje, la curva del olvido es logarítmica: olvidamos de forma rápida al principio y de modo más lento después.
Si además de sus diseños y estrategias metodológicas que marcarían un antes y después en Psicología, el germano hubiese creado teorías explicativas, nos plantearíamos discutir seriamente la divinidad de Ebbinghaus. Sin embargo, como era de esperar, su metodología fue más elogiada que sus conclusiones. Hermann tan sólo pudo apuntar hacia dos explicaciones posibles que ya figuraban en las discusiones filosóficas de entonces: la Teoría del decaimiento de la huella y la Teoría de la interferencia. Complementarias, más que rivales.
La montaña erosionada
Según la Teoría del decaimiento de la huella “las imágenes persistentes sufren cambios que afectan cada vez más a su naturaleza”, afirma Ebbinghaus, como una montaña que es erosionada por los elementos con el paso del tiempo. Es decir, si olvidamos qué camiseta llevábamos hace una semana es porque con el paso del tiempo, la imagen del color, la textura o la situación donde la llevábamos, ha ido difuminándose poco a poco, haciendo el recuerdo cada vez más oscuro.
¿Cómo podríamos comprobar que la huella de memoria se difumina de manera espontánea? En un principio podría parecer sencillo, tan sólo necesitaríamos aprender algo y, tras una demora sin ninguna actividad, comprobar si hay más o menos olvido que tras un aprendizaje seguido de una actividad que pueda interferir. El problema aquí, como dice Baddeley, es lo que cada investigador entiende por ninguna actividad o vacío. Es evidente que el paso del tiempo no es suficiente para explicar el desvanecimiento del recuerdo, sino que es necesario también hablar de los inevitables cambios en el metabolismo y los acontecimientos neurales de los organismos. Por ello, los primeros intentos para comprobar dicha teoría se hicieron en insectos y peces (su metabolismo es fácilmente alterable, a veces tan sólo con aumentar o disminuir un poco la temperatura ambiental), siendo el más notorio el experimento de Minami y Dallenback (1946); gracias a sus cucarachas entrenadas, estos dos investigadores concluyeron que el olvido era mayor cuanto más actividad habían realizado los insectos tras un aprendizaje de condicionamiento a la luz. “¿Esto no suena más a interferencia?” Podría ser, excepto por dos aspectos importantes: las cucarachas menos activas habían presentado cierto olvido, lo que puede implicar a su vez que un metabolismo menos activo haga que la huella decaiga de manera más lenta.
Ahora la cuestión es: ¿Cómo estudiamos esto en humanos? Con un mejor control que los estudios de Dallenback y Jenkins en 1924, Ekstrand (1972) comprobó que tras pedir a sus estudiantes que durmiesen después de aprender listas de diez sílabas sin sentido, en lugar de seguir despiertos, como de costumbre, los participantes tuvieron tasas de olvido significativamente menores que los del grupo control que no habían dormido. Todo esto confirmó la relación entre sueño-aprendizaje que otros autores ya habían dilucidado en su momento. ¿Esto significa que el sueño es un estado de inactividad mental o metabolismo lentificado? Los estudios fisiológicos acerca del sueño por aquel entonces ya nos decían lo contrario. ¿Cómo justifica entonces la teoría del decaimiento de la huella dichos resultados? Christopher Evans hablaba del sueño como un estado de reprogramación en el que el cerebro cataloga y archiva los recuerdos. Sin embargo, tras las recientes investigaciones en torno al sueño de Movimientos Oculares Rápidos (MOR) que desechan la propuesta de Evans, cada vez cobran más relevancia las teorías que hablan de una consolidación del recuerdo, como la que propone el premio Nobel Francis Crick (1983), en la que se afirma que el sueño permite una mejor discriminabilidad y asentamiento de la huella de memoria.
Cristales rotos
Como hemos comprobado, es difícil imaginar una situación en la que no exista interferencia alguna, sin embargo, proponer la Teoría de la interferencia como aquella que explica el olvido sólo dando por sentado que “las imágenes anteriores están cada vez más superpuestas, por así decir, y cubiertas por las posteriores” como afirmaba Hermann, sería quedarse corto. Por ello, autores como McGeoch y McDonald (1931) prefieren hablar de una hipótesis de interferencia débil, donde la interferencia es el determinante principal del olvido pero no afirma en ningún momento que sea el resultado único de dicho factor.
Estos dos últimos investigadores pusieron a prueba dicha hipótesis pidiéndoles a sus participantes que aprendiesen listas de adjetivos y luego, dependiendo del grupo experimental, descansar o aprender nuevo material que variaba en semejanza con la primera lista de adjetivos. Los resultados fueron claros: cuanto más semejante fuese el material interpolado entre el aprendizaje nuevo y la lista inicial, la cantidad de información retenida era significativamente menor. A partir de 1977, Elizabeth Loftus arrojó más luz al respecto, sobre todo en lo que se refiere a la interferencia retroactiva, gracias a sus estudios inspirados en los interrogatorios acerca de un crimen que hizo Munsterberg a principios del siglo XX. Los sujetos de Loftus presenciaban un accidente de tráfico a través de una filmación y luego eran sometidos a un interrogatorio donde al preguntar acerca de la velocidad a la que habían chocado los vehículos, la investigadora sustituía el verbo “chocar” dependiendo del grupo experimental al que perteneciesen los participantes: contact (“tocar levemente”), bump (topar), collide (colisionar) o smash (estrellar) ¿Qué grupo creéis que llegó afirmar que habían visto cristales rotos durante el incidente cuando en realidad no los hubo? Efectivamente. Aquellos sujetos que habían escuchado la palabra smash durante el interrogatorio distorsionaron su recuerdo.
¿Podrías recordar cómo eran los versos que hemos citado al principio de este artículo?
Te echamos una mano:
a) Allá, allá/ lejos del olvido.
b) Allá, allá lejos;/ Donde habite el olvido.
c) Allá, allí lejos;/ Donde habita el olvido.
Más allá de la interferencia y la huella, autores como Tulving (1971) nos hablan más del olvido dependiente de claves. Puede que no recordases nada del poema de Cernuda cuando te hemos planteado la pregunta; puede que ni siquiera recordases que habíamos citado dichos versos. Sin embargo, al plantearte las opciones, lo más seguro es que acertases recordando que la opción correcta era la “b”. La opción cumple su función como clave y hace accesible el recuerdo al material que habías aprendido. Por ello, para Tulving o Bowers (1983), las nuevas líneas de investigación ya no deberían hablar de material perdido cuando la huella de un recuerdo parece haber desaparecido, sino de poca o nula accesibilidad y recuperación. Dicha recuperación quedaría a merced de la motivación y el contexto en el que es adquirido el nuevo material: cuanto más motivación, mayor disponibilidad del recuerdo; cuanto más se asocie la imagen con el contexto en el que se adquirió, más dependiente será ésta a dicho contexto para poder recuperarla. Por eso solemos aprobar con mejor nota las asignaturas que más nos gustan y en el examen intentamos recordar con desesperación en qué página estaba aquel párrafo donde se halla la respuesta a la cuestión que nos plantean.
Ahora te toca a ti. ¿Con qué teoría/s te quedas tú?
Referencias bibliográficas importantes
Baddeley, A. (2003). Memoria Humana: Teoría y práctica. Madrid: McGraw Hill.
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