Somos racionales por los pelos. De hecho, la mayoría del tiempo, somos más estúpidos que racionales.
A todo ello sumemos que tendemos a invertarnos explicaciones para llenar nuestras lagunas de conocimiento, aunque esas explicaciones sean incoherentes, tal y como lo hicieron los seguidores de los cultos Cargo: estas tribus observaban aviones de la Segunda Guerra Mundial que aterrizaban llenos de regalos tecnológicos, pero, lejos de admitir que ignoraban lo que estaban presenciando, lejos de ponerse a estudiarlo sistemáticamente, se limitaban a seguir complejos rituales religiosos para que los aviones regresaran (vamos, que inventaron dioses, mitos, sombras que ocultaran sus propias sombras cognitivas).
Para mantener un poco (solo un poco) a raya nuestra estupidez de serie, hace muy poco tiempo (poquísimo, si lo ponemos en perspectiva con los miles de años que hace que corremos por este planeta), un grupo de personas articuló el método científico. Algo así como un juez que arbitra, cuestiona y censura las veleidades de nuestro cerebro propenso a los errores, a la opinión, al sé perfectamente lo que pasa, al se sienten, coño, y todo lo demás.
El método científico no sólo pone en entredicho lo que opina el personal sino que se pone continuamente en entredicho a sí mismo: todo lo que aprueba es temporal y está sujeto a corrección. Pueden existir científicos dogmáticos, al igual que hay personas dogmáticas, pero nunca sus ideas podrán ser dogmáticas frente al escrutinio del método científico: lo que importa aquí son las ideas, no las personas (así, de paso, echamos por tierra otra falacia muy propia de nuestra mente imperfecta: la falacia de autoridad). Las ideas, pues, no se respetan. Si la ciencia respetara las ideas dejaría de ser ciencia y se convertiría en religión. La ciencia dinamita las ideas para construir ideas mejores.
Pero el método científico sigue confinado en laboratorios y otros ambientes estrictamente académicos. Fuera de ellos es un rara avis, una mutación intelectual todavía muy nueva y minoritaria. Esgrimir el método científico en la vida cotidiana es una empresa casi quijotesca, habida cuenta de que, en cuanto nacemos, somos sometidos ya a ritos mágicos de aspersión de agua sagrada. Cuando adquirimos cierta lucidez mental y nos formulamos preguntas medianamente serias, recibimos de padres y maestros respuestas idiotas sobre el origen del mundo, la moral, los sentimientos y otras cosas importantes.
Si no tenemos la suerte de cursar estudios en los que se enseñe qué es el método científico en profundidad, qué engaños hay en el relativismo, por qué la ciencia no es una cosa de laboratorios sino una manera de pensar, entonces acabaremos despilfarrando días y años en aprender de memoria doctrinas religiosas, literarias y filosóficas que existen totalmente desvinculadas de la ciencia, como si aún viviéramos en la Edad Media.
Mitos y supersticiones, por cuestiones económicas y de indigencia intelectual, se enseñan incluso en Universidades; en farmacias se venderán productos que no superan ensayos clínicos ( pero a mí me funciona, qué más da); en el entretenimiento de masas el héroe será siempre el que crea sin pruebas, el que conecte con su yo infantil o el que intente perpetuar la Navidad; seguiremos ad infinitum con la cantinela de que tú no lo crees porque no lo has visto, cuando una de las primeras prevenciones del método científico es que, aunque ante ti se aparezca el fantasma de Alejandro Magno afirmando ser el fantasma de Alejandro Magno, tú no puedes empezar a creer en fantasmas por esa razón tan endeble. Pero creerémos, porque las raíces de nuestros pensamientos, tanto pedestres como elevados, siguen conectados con la parte más primitiva nuestro cerebro. Porque no se dispone a la gente de unas buenas tijeras intelectuales para cortar de raíz.
Porque los que opinan son de letras y orgullosos de serlo, porque los intelectuales que ensalzamos no conocen los principios de la termodinámica, porque en cualquier librería la demarcación de ciencias suele ser la que menos anaqueles acapara; porque en los medios de comunicación no hay tantas secciones de ciencia como de cualquier otra cosa (irónicamente, desde el círculo de Viena, la ciencia siempre trata de ser clara en sus exposiciones, pero la gente parece fascinarse con las exposiciones abstrusas de otras disciplinas aunque lo expuesto sea mucho más simple; léase Imposturas intelectuales de Alan Sokal para comprobarlo) porque... en fin, porque prácticamente toda la información que recibimos durante nuestra vida sigue estando, estructural y epistemológicamente, al nivel de los analfabetos que se postraban y rezaban cada vez que restallaba un relámpago en el cielo (como los relámpagos tenían origen divino, las iglesias fueron las últimas en adoptar los pararrayos, por considerarse impíos... hasta que las iglesias empezaron a ser las únicas víctimas de los rayos; pero da igual, zas, zas, y nuestro cerebro imperfecto encontrará otra excusa para seguir postrándose y perpetuando otra sombría superstición).Como colofón a esta diatriba, soflama o simple catarsis, no puedo dejarme en el tintero (bueno, en el disco duro de mi portátil) el siguiente fragmento del profesor de Lógica de la Universidad de Turín Piergiorgio Odifreddi, extraído de su libro Elogio de la impertinencia, que expone magistralmente esta especie de esquizofrenia del ciudadano de a pie: a pesar de verse rodeado de avances producidos por la ciencia en todas las áreas de su vida, continúa viviendo de espaldas a ella y prestándole más atención a lo que diga cualquiera que lleve túnica blanca, negra o con purpurina:
Por la mañana, la mayor parte de nosotros se despierta con el sonido de un reloj, enciende la luz eléctrica, activa los sifones y cisternas hidráulicas, abre grifos para el agua fría o caliente, coge alimentos de la nevera, prepara el desayuno usando el gas, la electricidad o el microondas, se coloca las gafas, si las necesita, se pone ropa y zapatos producidos industrialmente, conecta una alarma después de haber cerrado la puerta de casa, desciende a la planta baja o al garaje en un ascensor, se mueve con medios motorizados de todo tipo, trabaja en fábricas y despachos ampliamente automatizados, usa continuamente teléfonos y ordenadores, vive en casas de ladrillos calentadas por radiadores, mira la televisión y va al cine, si no quiere tener hijos usa anticonceptivos, si enferma se hace exámenes médicos o radiológicos, toma píldoras y fármacos, se hace operar y trata de prolongar su vida lo máximo posible de manera artificial.
Por tanto, la mayoría de nosotros debería saber perfectamente que el mundo está regulado por leyes mecánicas, termodinámicas, electromagnéticas, nucleares, químicas y biológicas a las cuales apelamos, directa o indirectamente, de manera constante. Y entonces, ¿por qué una buena parte de nosotros se preocupa por la sal derramada, cambia de dirección si un gato negro le atraviesa la calle, evita pasar por debajo de una escalera apoyada en una pared, toca madera o hace los cuernos si ve un coche fúnebre, conoce su signo del zodíaco, lee y escucha los horóscopos, compra productos de herboristería, practica la homeopatía y la acupuntura, se hace tratar por iridiólogos y sanadores, consulta cartománticos y videntes, cree en los extraterrestres, los ángeles, los demonios, las Vírgenes que lloran y la sangre de san Jenaro, se dirige en peregrinación a Lourdes, Fátima y Pietrelcina, se ilusiona con que las plegarias puedan tener efecto sobre su vida, y destina el 8 % de su renta al Vaticano?