Revista En Femenino

Por un plato de salchichas

Publicado el 17 abril 2011 por Historiadea
No me sienta nada bien ver televisión. Pero nada bien. Si no es por una cosa es por otra, siempre acabo pillándome un agobio o un mosqueo existencial del nueve cada vez que enciendo la caja tonta y la vida con mayúsculas me abofetea en plena jeta sin conmiseración ni previo aviso.
Hace ya algunos días que publiqué en este blog mi Carta a un Mierda después de ver un documental sobre la violencia con las mujeres en Colombia y ayer, después de cenar, quedé en estado de shock tras zamparme de cabo a rabo el especial que el programa 21 Días dedicó a algunas de las infinitas personas que en este país viven pendientes de una orden de desahucio.
No es que una no sepa cómo está el patio y la de miles de vidas que la crisis se está llevando por delante. ¡Qué vá!... Ni que se me escape la tenebrosa escalada estadística que recoge el número exacto de seres que en este país, demográficamente hablando, se esconden bajo eso que se llama 'umbral de la pobreza'. Tampoco.
El impacto, la bofetada, el disparo en medio del pecho que sentí ayer por la noche tienen que ver, básicamente, con la cercanía, con los nombres y los rostros de quienes están pasando las de Caín en esta puta crisis que nos está robando el valor y la dignidad, con la durísima cotidianeidad de aquellos y aquellas que lo han perdido casi todo y cuyas vidas, de vez en cuando, con pelos y señales, atraviesan las pantallas de nuestros televisores poniéndonos el corazón sobre el tablero.
A mí me resulta imposible empatizar con el dato frío. Por eso, las estadísticas y los informes acerca de todo esto que comento me dejan, más que conmovida, indignada. Pero la cosa cambia, _y mucho_ cuando esas historias tienen imágenes, cuando detrás del relato periodístico de un desahucio una se encuentra con mujeres como Tamara, a quien un follador vivalavirgen dejó embarazada con 15 años y a quien la vida le ha ido quitando, zarpazo tras zarpazo, el trabajo, la casa y la esperanza.
Tamara, como muchas personas en este depauperado país, tiene un hijo al que cuida, cría y educa en soledad y por quien cada día se bate el cobre vendiendo 'a precios populares' la morralla que les sobra a sus vecinas y a todos aquellos que la conocen. Y cuando no hay morralla que vender, Tamara no duda en escarbar en la basura para recuperar cualquier cosa... Un bolso viejo, una mochila desvencijada, alguna revista todavía legible. Su fortaleza es irreductible. Como su ánimo. Todo vale con tal de dar de comer a su hijo, que la adora y duerme con ella en el mismo suelo que la ha visto caer tantas veces y del que, estoy segura, no tardará en levantarse.
Me duele Tamara como me duelen los otros protagonistas del programa de ayer. Como me duelen tantas y tantas vidas cuya crudeza me deja, literalmente, pegada al sillón. Estupefacta. Hundida. Casi paralizada. Por eso no me sale juzgarla cuando confiesa ante la cámara que está 'ocupando' una de las muchas viviendas sociales vacías que la Junta de Andalucía administra y, supuestamente, gestiona con equidad y criterio.
Si yo, como ella, mañana me viese en la calle sin recursos, sin arrestos para bajarme las bragas y sin un techo bajo el que guarecer a mis hijas, no os quepa duda de que haría exactamente lo mismo. Dar un patadón a cualquiera de las puertas _así fuera la de Branderburgo_ de una de esas casas que ya no pertenecen a sus legítimos dueños sino a los bancos, las cajas de ahorro o los 'subasteros' que se las disputan como hienas en los Juzgados de Plaza de Castilla, y cerrar luego por dentro.
Si yo fuese Tamara y sintiera que la vida mata no dudaría en arañar la propia tierra para robarle un poco de justicia, algo de conmiseración, apenas la quincalla suficiente que me permitiese obtener la plata justa para comprar la cena de mis hijas mientras espero que la solidaridad llame a mi puerta.
Cualquier cosa. Cualquiera por un vaso de leche y un plato de salchichas.

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