De la pequeña parte del cuento que conozco, no recuerdo antecedente alguno. Un poeta que dejó de escribir a los veinte años para ir a pasear por el mundo en distintas aventuras hasta que volvió a su Francia para morir enfermo unos años después. Este es Rimbaud (1854-1891), un caso de poeta puro, de voz alzada. Un extraño, acaso único, fenómeno humano. Alguien capaz de alcanzar las más altas cimas artísticas siendo casi un chaval. ¿Intuición, libertad pura, no mirar a los lados, el olvido de lo aprendido? El terrible arcángel que fue Rimbaud, tras tanto, asombra a quienes lo sucedieron, en prosa poética, rimada y en versos libres. ¡Póngame otro Rimbaud!
Es ella, la pequeña muerta, detrás de los rosales. La joven mamá demacrada baja por la escalinata. La calesa del primo chirría sobre la arena. El hermano pequeño (¡se ha marchado a las Indias!) allí, ante el ocaso, en el prado de claveles. Los viejos, enterrados completamente tiesos en la muralla de los alhelíes. El enjambre de hojas doradas rodea la casa del general. Sus habitaciones se han ido al sur. Para llegar al albergue vacío hay que tomar el sendero rojo. El castillo está en venta; las persianas se han roto. El cura se habrá llevado la llave a la iglesia. Alrededor del parque, las garitas de los guardas están deshabitadas. Las vallas son tan altas que uno sólo alcanza a ver las cimas rumorosas. De todas maneras, no hay nada que ver allí dentro. Los prados ascienden hacia la aldea sin gallos, sin yunques. La esclusa está abierta. ¡Oh calvarios y molinos del desierto, islas y piedras voladoras! Zumban flores mágicas. Los taludes le mecían. Transitaban animales de fabulosa elegancia. Las nubes se agolpaban sobre la alta mar hecha de una eternidad de lágrimas calientes.
Porque Rimbaud es Rimbaud