Es un momento de dolor por las víctimas de la noche pasada en París, crímenes que, a estas horas en que escribo, todavía no tienen autor conocido, aunque a muchos nos pasa por la cabeza una responsabilidad recurrente: la yihadista. No soy el único que pensaba que algo así pasaría más pronto que tarde y que este tipo de situaciones, lamentablemente, va a ser más frecuente en el futuro. Solo hay que mirar al este para reparar en el drama de millones de refugiados que huyen de la guerra y la persecución política, étnica o religiosa, y hacernos una idea del odio que los está empujando fuera de sus países, un odio que ahora sentimos en casa y que pone rostro a la profunda brecha social que quiebra nuestro mundo en estos días.
La pretendida aldea global en la que nos convertimos hace más de dos décadas está partida en dos desde su nacimiento. Fue construida para dividir, para separarnos y reproducir, a escala planetaria, las relaciones medievales que marcaron a occidente durante siglos y que siguen resultando tan ventajosas para quienes de verdad nos gobiernan.
Nos creímos la única cultura razonable y de progreso y nos propusimos evangelizar al resto, arrasando culturas con el mazo de la economía, la tecnología y el entretenimiento. Así que hoy, cien operaciones militares preventivas después, tenemos la guerrilla en casa, una guerrilla que encarna la barbarie, pero que también habla de marginación, de décadas de manipulación política y de mucho, mucho rencor.
No nos engañemos: el origen de lo sucedido esta noche no es un conflicto entre culturas, ni un conflicto religioso. No es un ataque porque sí a nuestro modo de vida, como ha dicho el ministro Margallo, ni una suerte de caprichosa aventura colonialista para reconquistar los territorios perdidos de Al Andalus. Es duro decirlo, más hoy que nos sobreviene la tragedia, pero este monstruo, este inmenso monstruo, lo hemos construido nosotros —no tú ni yo, entiéndanme— en Irak, Irán, Afganistán, Palestina, el Sahara Occidental y África entera, Líbano, Vietnam y Corea.
Ha sido una noche muy triste. Al cierre de los informativos, al menos 140 personas han muerto en los atentados de parís, un centenar de ellas en la sala Bataclan, y de nuevo vuelvo a sentir aquella magua de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la misma que me despertó el 11 de marzo de 2004. Conmocionado, recuerdo la ola de solidaridad que plantó cara a los bárbaros en aquellos momentos y me consuelo leyendo los ‘tuits’ que hoy, bajo el ‘hashtag’ #PorteOuverte, han desafiado a la violencia y la intransigencia: al amparo de las palabras “puerta abierta”, la ciudadanía de París ha puesto sus casas a disposición de los vecinos que, por un motivo u otro, no tenían un lugar en el que refugiarse. La ciudadanía ha hablado otra vez: contra la violencia abominable, solidaridad.