La esbelta silueta del castillete doble del Pozo Sotón, a orillas del río Nalón, refleja como pocas el alma de esta cuenca minera enclavada en el corazón de Asturias.
A sus pies, desde no hace mucho tiempo, descansan las placas que recuerdan a parte de los miles de hombres que dejaron sus vidas arrancando de las entrañas de la tierra el negro tesoro que tanta riqueza y sufrimiento trajo a estos verdes valles.
El que hasta no hace mucho era un lugar lleno de vida y frenética actividad, hoy declarado Bien de Interés Cultural, se ha convertido en parada turística para los que visitamos Asturias y queremos conocer más a fondo la realidad de un trabajo que por duro nos es desconocido.
El tiempo y el progreso se han llevado por delante la extracción de carbón, y han acabado con una de las señas de identidad asturianas.
Las normativas medioambientales y las obligaciones europeas fueron la puntilla definitiva a una actividad que por las características de las explotaciones había dejado de ser competitiva hace mucho tiempo.
Un plan de reconversión intentó paliar de alguna manera las consecuencias económicas y laborales y en 2014 el Pozo Sotón cerró sus puertas.
En El Entrego, se extraía carbón mucho antes de que se profundizara en estos pozos, pero fue allá por 1919 cuando la empresa Duro Felguera inició el proyecto, que se alargaría durante tres años, para construir una explotación de la que obtener el combustible que habría de abastecer sus instalaciones industriales.
Es en ese momento cuando se construyeron los dos espléndidos castilletes, estilo Eiffel, y parte de los edificios que aún se conservan.
Más tarde, ante la situación de crisis que atravesaba el sector, esta mina como tantas otras, pasaron a formar parte de la empresa estatal Hunosa que se constituyó en 1967. Es esta sociedad la que mantiene vivo el proyecto que permite tener acceso al interior de la mina haciendo el esfuerzo de conservar las instalaciones en funcionamiento.
Camino a las profundidades
La mañana de agosto que llegamos a visitar esta catedral minera, lo primero que nos encontramos nada más atravesar la barrera de las instalaciones, es la impresionante explanada de la que, a modo de flores eternas, brotan las placas con los nombres de cientos de mineros que dejaron sus vidas en las entrañas de la tierra.
Un homenaje que nos acerca a la verdadera dimensión de una actividad que ha sido durante más de un siglo el motor de un sistema económico que impulsó el desarrollo y el cambio de la sociedad que hoy conocemos, y que sin el esfuerzo de estos hombres que dejaron su vida no se hubiera podido abastecer de la materia prima más preciada, el negro carbón.
Un trabajo que por su dureza forjó el carácter de los hombres de esta tierra, duro y solidario, que como bien cantaba Víctor Manuel les llevó a jugarse la vida en más de una partida y a encabezar incluso sangrientas revoluciones como la de 1934.
Hoy, por un instante, con toda la humildad del mundo, Alberto, mi hijo, y yo intentaremos ser partícipes de las sensaciones que aquellos hombres sentían día a día. Tres serán los compañeros que cuidarán de nosotros, un grupo de 6 personas que hemos decidido acercarnos hasta aquí.
Nuria, Roge y Mario, nos acompañarán, nos ayudarán, nos explicarán, bromearán con nosotros y nos harán sentirnos uno más en un ambiente tan hostil.
El ritual comienza con la transformación en mineros de última generación, nos enfundamos en el mono de trabajo, nos calzamos las botas de agua y nos colocamos bien apretado el cinturón, con los guantes, los tapones y la mascarilla en el bolsillo y el casco bien ajustado, recibimos las dos piezas fundamentales para la supervivencia del minero: la petaca con la bombilla que nos iluminará y el equipo de respiración autónomo que nos puede permitir sobrevivir un tiempo limitado ante una posible falta de oxígeno.
Con el peso de los últimos elementos, que supera los 5 kilos colgados de nuestro cinturón y una vez comprobado su funcionamiento, ya podemos comenzar la jornada laboral.
Después de visitar la sala en la que el maquinista manipula los mecanismos que accionan los impresionantes cables que durante décadas han sostenido las jaulas de los dos pozos por los que cientos de hombres descendían a las diez plantas, la última situada a casi 600 metros de profundidad, y por las que ascendía el carbón arrancado de las profundidades, nos disponemos a comenzar el descenso.
Iluminados por la luz de nuestras linternas la pared se desliza frente a nosotros y en muy poco tiempo la puerta se abre en la octava planta, a más de 400 metros bajo la superficie comenzará nuestra experiencia minera.
A partir de aquí y durante varias horas recorreremos más de 5 km de los 150 que componen el complejo que, a su vez, forma parte de los cientos de km de la cuenca que se van comunicando unos con otros.
Caminaremos por las galerías, escalaremos y nos arrastraremos por las chimeneas. Aprenderemos cómo se construían y cómo trabajaban los barreneros y dinamiteros. Intentaremos hacer uno de aquellos barrenos y sentiremos el polvo en nuestros ojos. Conoceremos cuáles son los enemigos en la mina, el gas, la falta de aire, el agua y cómo se los combate.Sabremos qué es y veremos un “furaco”. Entenderemos la forma de extracción del carbón y cómo se localizan las vetas de mineral. Cómo se las explota, siempre de abajo hacia arriba y cómo es fundamental el trabajo solidario de los mineros al depender unos de otros.
Nos retorceremos entre las maderas de eucalipto que sujetan las estrechas paredes hasta llegar a una beta de hulla. Allí, durante unos minutos, ocuparemos el lugar del picador para, apretando el martillo neumático con las fuerzas que no tenemos, arrancarle a la tierra pedazos del brillante mineral, mientras sentimos en nuestra boca el sabor del negro carbón.Descenderemos por inacabables escaleras de pendiente imposible iluminados por la tenue luz de nuestras lámparas para alcanzar lo más profundo de la mina. Y nos desplazaremos a gran velocidad en un precario tren en el que se trasladaban diariamente hombres y vagonetas cargadas de mineral.
Al final del camino nos volveremos a introducir en la jaula desde la planta décima para volver a la superficie y sentir esa extraña sensación de libertad que te da contemplar la luz del sol.
Acabaremos sucios y agotados pero muy satisfechos, admirados de la agilidad con la que se movían nuestros compañeros profesionales y entendiendo un poco más la penosidad de muchos de los trabajos que se realizan en la mina.
Yo personalmente he disfrutado y en algunos puntos de las chimeneas he sufrido viendo a mi hijo con su más de metro noventa y su gran envergadura retorcerse entre los estrechos caminos de madera y a mí con mi cincuentena larga forzando más de un músculo que hacía tiempo que no utilizaba. Al día siguiente me daré cuenta cuando unas terribles agujetas me lo recuerden.
Pero si de algo estoy satisfecho es de haber podido cerrar un ciclo familiar que comenzó con mi padre en los años 40, cuando siendo poco más que un niño, comenzó a trabajar en una carbonería que le llevó de Reinosa a Ávila y de allí, después de su servicio militar, a Miranda de Ebro, donde yo nací y me hice cargo, muchos años después, entre otros, de aquel negocio que siguió funcionando hasta 2007.
Mucho fue el carbón que pasó por las manos de mi familia pero hasta hoy nunca tuve la oportunidad de sentirlo tan cerca.
Gracias a los hombres y mujeres del Pozo Sotón.
Para saber más, no dudes en entra aquí.