Revista Cultura y Ocio
La luna brilla intensamente en la bóveda nocturna y las grandiosas estrellas titilantes se hacen compañía formando las lámparas del cielo, iluminando a cada ser viviente de la tierra, bañándolo y llenándolo de su luz cálida. Pero sin imaginarlo esa noche alumbraron algo que ni ellas esperaban que sucediera.
La montaña Kalistra, se alza orgullosa ante las demás como una roca gigantesca, en un valle de verdes colores donde los pájaros cantan entonando la música de los amaneceres.
No obstante, aquel sitio de roca sólida y grandes arbustos, se muestra para cualquier humano como una tierra que se ha levantando, brindándole sombra a una gran parte del valle que está por debajo, el cual es el territorio de muchos animales y plantas de la zona. Pero, en otro plano, lejos de la vista del hombre y alejado de cualquier presencia hostil, se encuentra una fortaleza escondida en sus entrañas, con sus salidas totalmente invisibles e inaccesibles para cualquier ser que no tenga el permiso de entrar. Custodiado por guardias en cada una de sus esquinas, recubiertos de fuertes armaduras y algunos de ellos con macizas lanzas, mientras que utilizan mazas que son capaces de quebrajar huesos del más fantástico ser, y finalmente los que portan espadas de brillantes filos creadas por los mismos herreros enanos, conocidos como los más hábiles para estas actividades. Al parecer es una noche silenciosa, donde sólo el cantar de los grillos se escucha en aquel lugar.
En una de las alcobas de la fortaleza, se encuentran dos seres descansando apaciblemente en su lecho de amor, con lienzos finos que caen cubriendo los laterales del mueble de roble y sábanas de seda por encima de los cuerpos de aquellos que duermen tranquilamente. Una de las figuras tiene apariencia femenina y delicada, con sus cabellos platinados que reposan en la almohada y la otra persona tiene la forma de un hombre; ambos descansan en los reinos de los sueños donde se denota su apacible respirar que da a entender que disfrutan de su descansar y todo aparenta estar en su máxima tranquilidad, hasta que en unos instantes el silbido de un águila inunda la recámara, se mantiene por unos segundos realizando un aviso de llegada, el hombre que se encuentra tendido en reposo, abre sus ojos rápidamente, éstos están llenos de sorpresa y su color marrón amarillento brilla intensamente denotando en su rostro la expresión de un despertar repentino. Sin demoras, este ser masculino corre los finos lienzos que cubren su cuerpo, se levanta de su reposo y sin demoras se coloca una bata de color rojo, cual sangre con piedras doradas, el ser ata el cordón por su cintura para mantener sujetadas las partes de su vestimenta y se dirige con pasos apresurados al balcón de la habitación que es de color marfil.
El cielo se encuentra en su color azul talo por encima de las copas de los árboles que se mueven acariciadas por la brisa del lugar. Se ve a lo lejos un gran ave que vuela rápidamente los aires puros del territorio, de color marrón oscuro con sus ojos amarillos brillantes, el animal realiza su canto de llegada una y otra vez avisando que trae noticias, cortando el silencio que reinaba minutos atrás.
El hombre extiende su brazo en lo alto y cerrando su puño espera el arribo del águila, lentamente baja, con cada aleteo apresurado, el animal desciende posando sus fornidas garras en el brazo de aquel ser. Aquella figura que simula ser un humano, flexiona su brazo doblando el codo y llevando el puño más cerca de su cuerpo para acercar al ave que acaba de llegar, con su otra mano lentamente acaricia las plumas que van desde su cabeza al ala derecha del animal.
—Tranquila… tranquila, ya todo pasó. Aquí estás a salvo.
Menciona con voz cálida para calmar a la asustada águila.
El hombre eleva la mano izquierda al rostro del animal y sus ojos se llenan de una luz blanca brillante, intensa que destella el poder que este ser contiene y una brisa suave comienza a recorrer el cuerpo del hombre, moviendo lentamente sus atuendos y su finos cabellos blancos y largos comienzan a moverse al compás de la brisa que se incrementa lentamente.
Una luz surge desde la palma de la mano del humano y como rayos cálidos de sol, acarician el rostro del águila.
—Muéstrame lo que viste…
Los ojos del ave se convierten en los ojos del elfo, recorriendo a la velocidad de la luz cada centímetro de aquel paraje y partiendo más allá de estos territorios, donde finalmente llegan a la boca de un volcán lleno de cenizas. Dentro de él, en el centro, hay una estatua de un antiguo hombre con la boca abierta cual expresión de un grito y los ojos denotando odio; la imagen tiene un brazo extendido y su pecho hacia delante, con un pie hacia delante y el otro hacia atrás, como tratando de detener algo. Es de piedra caliza, pero no resulta ser más que una imagen abandonada en aquel territorio donde sólo pudo reinar la muerte, es el recuerdo de algo que ya acabó. El águila se encuentra volando sobre ella, como tratando de custodiarla, todo parece estar tranquilo y sólo el silbido del ave resuena como eco en aquel hoyo abandonado. Hasta que, repentinamente,
un sonido interrumpe el silencio que debería haber en aquel sitio, el ave baja lentamente y se posa en una de las extremidades del volcán y tres seres recubiertos de túnicas negras aparecen desde las sombras, caminando lentamente y elevando pequeñas cortinas de ceniza que forman el piso del lugar, las cuales avanzan hasta la estatua. Estos seres están encapuchados por lo que no es posible ver sus rostros, sólo sus labios son visibles y el resto de su cara se encuentra sumergida en las sombras de aquellos ropajes, ocultando así sus identidades.
Una de estas personas se sitúa enfrente de la estatua, otra a su derecha y otra a su izquierda, los tres seres abren sus manos estirando sus dedos, dejándolos tensos y en un lenguaje incomprensible comienzan a hablar, murmurando por lo bajo y al unísono recitan palabras en lenguas extranjeras que son incomprensibles para el animal que circunda los cielos, lentamente como levitando, se elevan cristales que se encuentran incrustados en collares de oro puro, se abren camino entre las telas de los atuendos de los infiltrados en el lugar, destellando intensamente una luz roja, incandescentes como el fulgor de un rubí se elevan hasta formar un ángulo de noventa grados con el rostro de éstos, desde las mangas de sus túnicas comienza a salir un humo negro que recorre sus brazos y conectados por sus manos va formando un circulo, lentamente el polvillo comienza a elevarse y a girar rápidamente en círculo, las túnicas se mecen y la tierra tiembla sacudiéndose de dolor, las rocas de las paredes caen fuertemente, alzando cortinas de ceniza y el aire se vuelve espeso.
El primero de éstos que está situado a su izquierda, dice en voz fuerte y clara:
—¡Yo te doy la vista del viento! —su cristal brilla destellando un fulgor más fuerte que el resto, como una centella explotando en el interior del lugar y de los ojos de aquel ser sale luz, rayos de luces incandescentes y un grito de estruendoso dolor recorre el sitio. El ave bate sus alas asustada, sintiéndose sola e indefensa, pero sabe en su interior que aún no puede huir y mucho menos delatar su posición.
La figura del hombre se alzaba de dolor, pero en unos instantes el ser levita por los aires y tras pasar unos segundos, cayó y de la estatua, desde sus ojos, salieron dos rayos de luz iluminando aquel paraje oscuro. Al cesar esos destellos, sus ojos se encontraban llenos de un brillo plateado y se podía ver en su rostro dos líneas de sangre que bajaban recorriendo sus mejillas y las comisuras de su boca.
A su vez, alzó la voz el hombre situado a la derecha:
—Yo te doy el tacto de la tierra, que todo lo siente.
El cristal brilló intensamente y unos rayos platinados que surgieron de la entrañas de la tierra, que se estremeció como si un terremoto la azotara; subieron por los pies y recorrieron cada centímetro de la figura que estaba en esa posición hasta llegar a su cabeza. El ser quedó inmóvil y los rayos bajaron de nuevo a la masa terrestre, recorrieron el camino directo a la imagen como gusanos eléctricos que se arrastran por sus pecados
y comenzaron a subir, tocando cada rincón de piedra hasta llegar a la punta de su cabeza y allí se desmaterializaron, el silencio recorrió por unos segundos más el lugar y lentamente la estatua comenzó a moverse, sus dedos y sus pies, su cabeza, finalmente, aquella roca, estaba con vida y una sonrisa sarcástica se dibujó en el rostro de piedra. Alzó su mano derecha y la movió llenándose de orgullo y de gloria, luego bajándola miró al tercero que estaba parado en frente de él.
—Necesito la carne.
El tercer hombre inhaló aire llenando sus pulmones, su pecho se expandió y con voz fuerte y masculina exhaló diciendo:
—Yo te doy mi sangre para que tengas la carne del animal.
El tercer collar brillo intensamente y desde una de sus manos una grieta se abrió y sangre broto por ella, elevándose por los aires, controlado por una magia oscura y sin que una gota caiga al piso se dirigió hacia la estatua que extendió su mano, finalmente la roja sangre terminó de surcar los aires en su camino diabólico y tocó la yema del dedo del hombre de roca y con un destello dorado comenzó a dejar caer la piedra y revelando
la carne que estaba debajo de ella centímetro por centímetro y un ser de cabellos oscuros, negros como la noche, brotaba de allí. Una risa maléfica colmó el sitio y poco a poco caían los pedazos de piedras que cubrían aquel ser, desplomándose, levantando el polvo del suelo y el último hombre cayó de rodillas, desgastado y sin fuerzas. El círculo de oscuridad se desvaneció, el hechizo estaba culminado, la maléfica figura que había renacido extendió sus brazos y rio fuertemente en un acto de victoria.
Tras aquel hecho, el renacido dejó de reír y sus ojos se llenaron de un destello violáceo oscuro y de sus dedos brotaron largas uñas y su piel lentamente se fue volviendo escamosa, de un color oscuro como la noche con tintes violetas, el ser se dobló de dolor, agarrándose el abdomen y quedando agachado como un animal, sus brazos se convirtieron en patas al igual que sus piernas, su cabello volaba fuertemente por los aires y se extendía por su columna, desde sus omóplatos brotaron uñas que lentamente crecían como formando alas, mientras su pelo se alargaba cada vez más y finalmente tomó la forma de una cresta que terminó en la cola de un reptil, el cual crecía de tamaño rápidamente. Sus rojos labios se volvieron escamosos, sus dientes eran afilados como los de un tiburón, sus ojos se convirtieron en ojos de serpientes y su nariz se alargaba formando
un hocico, finalmente, aquella bestia dejó de crecer y mostró lo que era en realidad, un enorme dragón que extendió sus alas, cubriendo con ellas a sus libradores.
—Debo fortalecerme ahora.
El pájaro asustado extendió sus alas y aleteó rápidamente elevándose por los aires y sin demoras salió abandonando el lugar y surcó los cielos regresando al palacio de donde había sido enviado. En última mirada hacia abajo el animal pudo ver cómo el gigantesco dragón se esfumaba formando una gran nube negra que rápidamente desapareció, no dejando rastros de él ni de aquellos que lo hicieron renacer, trayendo de nuevo la oscuridad y la maldad a Overy.
Rápidamente la vista del ave volvió a recorrer los lugares en sentido contrario y retornando a la fortaleza hasta llagar a los ojos del humano que está en el balcón, dejando así que el hechizo de videncia termine en aquella alcoba y el rayo de luz de la palma de la mano del elfo cese, y mientras este baja su mano, el fulgor de sus ojos se apaga lentamente.
—Ya, quédate tranquila, aquí estarás bien, hay que avisar al resto.
El ser dio media vuelta en su posición y se dirigió hacia adentro rápidamente, mientras en cada paso las finas telas de su vestimenta acarician el piso del lugar y sus largos cabellos son mecidos lentamente por la tranquila y pasible brisa que acaricia el blanco rostro del rey.
—Todo ha comenzado ya es hora.
©J.C.Berardo