Revista Cultura y Ocio
La bronca de ayer en el Parlament de Catalunya augura tiempos en los que, como en los Balcanes de los años noventa, no habrá inocentes en ninguno de los dos bandos salvo las víctimas que unos y otros produzcan.
Y es que las élites catalanas y españolas continúan empeñadas en acercar cerillas al bidón de gasolina, con el único y perverso objetivo de inflamar el patriotismo de sus respectivas hordas como medio de recaudar adhesiones inquebrantables a sus respectivas causas. Pero la chispa puede prender en cualquier momento, y ocasionar una desgracia irreparable.
La oligarquía catalana ha tomado ventaja con actos como el del pasado 11 de septiembre, un despliegue costoso pero altamente rentable desde el punto de vista de la hegemonización de las voluntades ciudadanas, pero sus homónimos españoles no se han quedado a la zaga y ya tienen preparado un 12 de octubre de traca en Barcelona, con traslado en autocares alquilados de rebaños de fascistas españoles hasta la concentración en la capital catalana.
En ese contexto de acusaciones cruzadas y crispación creciente, con la polarización en marcha de la sociedad catalana dividida en dos bloques cada vez más ensimismados en los agravios inferidos por los de enfrente y cada vez más agresivos en la defensa de sus planteamientos y en la exhibición de su repertorio simbólico -con una traducción inesperada en los medios de comunicación locales, embarcados en una alegre e irresponsable apuesta por el bando secesionista; apuesta seguramente ni tan inocente ni tan desinteresada-, el anunciado futuro choque de trenes en el viejo Principat empieza a generar en el presente chispas más que preocupantes.
Ayer el Parlament catalán votaba una resolución de condena contra la actual delegada del Gobierno español en Catalunya por su participación en un acto de homenaje a la División Azul (el acto lo organizó, detalle significativo, la Guardia Civil). El debate degeneró en un enfrentamiento verbal en el cual dos energúmenos de ideología no tan diferenciada más allá de las enfrentadas superestructuras ideológicas patrióticas a las que cada uno de ellos es fiel, se acusaron a voces de nazis y de fascistas. En cierto modo, ambos tenían razón: tanto Cañas, el de Ciutadans, como Fernández, de la CUP, hacen bueno aquello de que los "extremeños se tocan", y comparten mucho más que los (malos) modos. Por cierto, nótese que ambas formaciones, Ciutadans y CUP, nacieron como marcas blancas del PP y CiU respectivamente, una especie de intermediarios que han acabado radicalizando posturas y arrastrando tras de sí a buena parte del electorado de sus partidos nodriza. En fin, el espectáculo de ayer fue patético hasta convertirse en inenarrable, pero solo es un anuncio de lo que está por venir.
En medio del rifirrafe hubo sin embargo, algo mucho peor que el follón desatado por los gallos de pelea. Y fue que en mitad del griterío y el caos generados por los rebuznos de sus señorías, se alzó de repente la meliflua, democristiana y patriótica voz de la presidenta del Parlament, De Gispert, acusando a la bancada españolista (PP y Ciutadans) de "no tener vergüenza", y ya completamente fuera de sí, gritando repetidamente al diputado Cañas: "¡Calle!". Ordeno y mando, en línea del mejor autoritarismo fachoide: estos son los demócratas que gobernarán la Catalunya "lliure i plena", que Dios nos coja confesados.
La estulticia secesionista ofrece pues al fascismo españolista un triunfo insospechado, al transmitir ahora al mundo mundial la imagen de que quienes reclaman derecho a manifestarse y a decidir son incapaces de reconocérselo a otros. Al PP naturalmente le ha faltado tiempo para salir en tromba en los medios de la perrera a su servicio para afirmar que en Catalunya se prohíbe a los ciudadanos no afectos al nacionalismo catalán la celebración de su fiesta nacional, el 12 de octubre. Y lo que es todavía más grave, que se prohíbe hablar a sus diputados en sede parlamentaria, y se jalea s salida del hemiciclo catalán con gritos de "¡Eso, váyanse, váyanse!" a cargo de la dómina soberanista que preside, es un decir, la Cámara catalana.
La dimisión de De Gispert es inexcusable; pero ellos tampoco tienen vergüenza..
La verdad es que todos están muy nerviosos. Porque las últimas encuestas empiezan a reflejar algo que unos pocos nos barruntamos hace tiempo: a medida que la cosa se encabrona, crece el número de los catalanes que abominamos de los dos bandos, y que para entendernos, usaríamos como papel higiénico en días alternos la estelada catalana y la rojigualda española. Ya circula incluso una encuesta que vaticina que en las próximas elecciones catalanas todos los partidos bajarán en votos, incluida la triunfante ERC. Y por primera vez en mucho tiempo, decrece asimismo el número de los que piden un referéndum "para decidir" sobre la secesión.
Y este es el peligro mayor, el de que los nervios lleven a los mamporreros de las élites a cometer barbaridades como medio de obligar a cerrar filas a sus partidarios frente al enemigo. Porque aquí nadie quiere aflojar, cueste lo que cueste. Y lo que puede costar, no es difícil imaginarlo.
Como colofón al espectáculo vivido, el socialista Pere Navarro fue capaz por una vez en su vida y sin que sirva de precedente, de hacer una reflexión que es todo un ejercicio de clarividencia política y social, cuando recién acabada la patriótica y navajera pelea se acercó al escaño de Artur Mas y le dijo: "President, esto se va a la mierda". Efectivamente, así es.
En la imagen que ilustra el post, la fachada del Parlament de Catalunya. La escultura obra de Clarà que hay delante se llama, proféticamente, el Desconsol (el desconsuelo).