Recuerdo una primavera, adolescentes, nos dieron el día libre en el cole y decidimos ir al campo.
Todo era nuevo y brotaba con fuerza; las flores silvestres, algunos árboles. Nos comía el entusiasmo y nos fuimos acercando hacia un grupo de vacas pastando dóciles.
Una alambrada, la traspasamos así como la edad lo permitía todo y de pronto a lo lejos un gigante negro tragando el viento, con un ímpetu tal, que el pánico, al grito de ¡vamos!, nos hizo volar como cometas, saltar la vaya sin darnos cuenta y ya sin poder más, nos detuvimos... Ahí estaba él, un maravilloso ser de casi dos metros con ojos sabios midiendo la amenaza. Cuánta belleza y armonía.
Nos sentamos. Perplejos no dejábamos de observarlo. Siguió quieto hasta que comenzó a relajarse caminando despacio y regio entre las vacas en ese territorio que debía proteger.
Jamás olvidaré.
Nos quedamos allí mismo; sacamos las provisiones y agua fresca, la brisa joven con perfumes nuevos y la risas viajando entre los árboles, por la vida, por la belleza, por la amistad. Junto a las vacas pastando y a su toro majestuoso.