A veces soy una princesa, o al menos así es cómo me define Polibio, el camarero del bar de una de las novelas de Almudena Grandes, ese entrañable camarero que tiene una interesante teoría sobre las mujeres. Para él, solo existen dos clases de mujeres: las princesas y las que no lo son. Las princesas no son como las de los cuentos, no tienen por qué ser guapas, delgadas, esbeltas y con una bonita sonrisa. Las princesas son diferentes al resto, pero son muy difíciles de distinguir.
Se pueden reconocer fácilmente cuando beben, cuando las observas tomando varias copas en un bar o en una discoteca (no importa si están solas o acompañadas), pero ellas están en su mundo. Ellas no hablan con nadie, permanecen imperturbables, atentas al vaso que tienen delante y sin intercambiar una palabra con nadie, asintiendo de vez en cuando a los comentarios de sus amigos. No necesitarían a nadie más que a ellas mismas en ese momento.
Y me he dado cuenta de que a veces soy una princesa porque conozco esa sensación; ese momento en el que todo el mundo está eufórico y tú no sabes ni dónde tienes la cabeza, pero a la vez lo sabes mejor que nunca. Piensas y no paras de pensar y sonríes para tus adentros, pero no te das cuenta de que esa sonrisa se dibuja en tu cara y los que te rodean sí la advierten. La sonrisa surge sin más, porque eres feliz. Sonríes porque estás rodeada de gente que te quiere y te aprecia, porque el alcohol te ha ablandado el corazón y porque notas esa serenidad que se esconde entre la embriaguez, y te sorprendes a ti misma, te sorprende que puedas estar tan sobria con tantos grados de alcohol en la sangre. Pero esa sonrisa no siempre es un indicio de felicidad. En ocasiones es una sonrisa escéptica, o sarcástica, que aparece más a menudo cuando estás sola o rodeada de gente que te hace sentir así. Te paras a pensar en lo patético de la situación, en qué estás haciendo con tu vida, bebiendo en un bar con gente que ni te importa. Otras ocasiones, la sonrisa denota tristeza, es nostálgica y melancólica. Esa suele ser producto de los recuerdos, esos recuerdos cuyo origen reside en la letra de una canción, el sabor de un licor o el aroma de una colonia.
El caso es que toda esta disertación me lleva a mi primera borrachera, esa que nunca olvidaré, esa en la que para nada me comporté como una princesa. Tenía dieciséis años, estaba en Italia de viaje de fin de curso y estaba loca de remate, con unas increíbles ganas de vivir y de experimentar. Recuerdo el hotel de Venecia, las botellas de vodka y de limoncello, la habitación de esos chicos un curso mayores. Recuerdo mi inocencia, que el único alcohol que había probado en mi vida era un cubata que se alargaba durante toda la noche en la discoteca, que no pensaba que sería tan fácil emborracharse. Recuerdo que iba con el pantalón del pijama, con unos pelos horribles, recuerdo el balcón, una amiga mía vomitando. Recuerdo las risas y con nostalgia recuerdo a la que había sido mi mejor amiga, con la que compartí el vodka con naranja, mientras ella le echaba más Fanta al vaso y yo más alcohol. Recuerdo las risas, las voces, y la entrada de los profesores en la habitación. El requisamiento de las botellas (que nunca nos devolvieron) y la mirada divertida de mi profesor de gimnasia. No puedo olvidar la vuelta a nuestra habitación, los saltos por el pasillo y encontrarme con diez personas de golpe en mi habitación. Los golpes en la puerta y yo abriendo con el cepillo y la pasta de dientes en la mano.
—Pareceré más sensata si me ve lavándome los dientes –dije en un momento de ¿cordura?
Abrí la puerta y allí estaba el director del hotel, que nos dijo en italiano:
—Dejad de hacer ruido o llamaré a la policía.
Y yo no hacía más que repetir: Scusi, scusi, scusi.
Después recuerdo a mi profesora de inglés, preocupada por mí (el de gimnasia le había dado el chivatazo) porque nunca me había visto en ese estado (¿En serio? ¿Se creía que algún día me vería así en clase?). Y acariciándome la cara y la cabeza, diciéndome que me acostase. Y yo repitiendo: No vuelvo a beber nunca más.
Lo último que hice antes de dormirme fue recitar el Jesusito de mi vida, que me recordaba a mi abuela.