Juan Franco del Río
Sol y Sombra
27 Julio 1921
Rafael El Gallo, en la Monumental de Barcelona el 24 de Julio 1921
En su primer toro comenzó la faena confiado y bien, dando pases lucidos, pero se cansó pronto, le dió un puñalón de los suyos en las tablas de cuello y se acabó lo que se daba, viniendo después un general desconcierto...
Pero pisó el ruedo Capuchino y se encontró el torero que necesitaba. Vimos a Rafael torear de capa y lo vimos hacer quites preciosos, y poner pares de banderillas muy toreros, sobre todo el último, digno de un cuadro de Sorolla.
Luego vimos más. Se le ocurrió a Rafael, porque en todo es original, brindarle la muerte del toro a una criatura de unos dos años que, vestidita con un traje de luces, tenía su padre en los brazos, en el tendido 3 de sombra. Y realizó el soberano artista una de esas faenas que no hay pluma que la detalle, de las que no hay quien la reseñe. No daba un pase sin mirar a la afortunada criaturita. No se puede torear mejor, ni con más arte, ni con más gracia, ni se puede estar más cerca, más tranquilo, más confiado. Públicos y toreros estaban admirados. Y la música, sin cesar de tocar. Y las aclamaciones cada vez más frenéticas. Buen toro fué Capuchino, pero se le puso enfrente el torero, el artistazo que necesitaba. Una estocada delantera a tenazón y un descabello al segundo intento, se desbordó el entusiasmo.
Bueno, pues de este toro no se le concedió la oreja, a pesar de pedirla con gran insistencia el público. Al Sr. García, que presidía, no le dió la linda gana y se ganó una soberana bronca y, en señal de desagravio, las ovaciones a Rafael fueron continuas, casi hasta terminar la corrida.
Bajó al ruedo el padre con la criatura y Rafael la cogió en brazos y la besó. Estos espectáculos, como otros de otra índole, no los proporciona más que este supremo artista del toreo.
Y vamos con lo de la oreja. Un espada torea muy mal a un toro, pero éste junta las manos y el diestro entierra el acero en los altos hasta llegar al pelo; se entusiasma el público, pide la oreja y el presidente la concede.
Un espada que desde que el toro sale del chiquero, torea bien, hace una faena de muleta inmensa, vuelve loca a la gente, da una estocada defectuosa, descabella al segundo intento, y el público lleno de entusiasmo, no cesa de aplaudir y pide la oreja, negándose a ello el presidente.
¿Pero quién otorga el galardón, el público o el presidente? ¿No se da una oreja por una gran estocada, por qué no se ha de dar por una faena inenarrable? ¿No se premia el mérito de un gran estoqueador, por qué no se ha de premiar el de un buen torero? ¿Puede un presidente conceder una oreja sin ser pedida por el público?
Pues bien; yo más complaciente, más justo que el Sr. García, concedo a Rafael, porque me da la franca gana, las dos orejas, el rabo, y todo lo que hay que conceder de Capuchino en premio a la indescriptible faena del más grande artista del toreo...
Aquella criatura a la que las musas quisieron que quedara bendecida por el aceite de la buena sombra que rezumaban los trillones de trillones de átomos que le daban forma al mayor artista que ha existido, es la viva imagen de la tauromaquia. Nacida durante la Edad de Oro, sus mejillas carnosas fueron selladas de por vida como gallistas. Noventa y un años han pasado desde entonces, y el terreno fértil dónde Rafael plantó el beso hoy no es más que un torrente seco, un despeñadero que se ha ido formando lentamente por la erosión que han provocado taurinos ávaros y sociedades ovejunas, que se han encargado, al a limón, de enterrar al Toro sin pensar nunca en que esa sería la muerte de aquella criaturita casi centenaria.