A veces pienso en apuntarme a un taller de escritura, algo que me ordene, que me obligue, pero luego pienso que tendría que escribir sobre un tema concreto y me muero de la pereza. Y pienso en leerlo en alto y me da más pereza aún y pienso en tener que comentar lo que otros han escrito y decido que no, que no es por ahí por donde tengo que ir.
Prisa y pereza al escribir, para vivir, son una combinación letal. Es, además, una combinación que me he creado yo solita. ¿Por qué tengo prisa cuando me pongo a escribir? ¿Qué más da cuanto tarde? ¿A quién le importa que lo que escriba tenga ochocientas u ocho mil palabras? ¿Por qué quiero terminarlo cuanto antes? Y la pereza. ¿Por qué me da pereza algo que me gusta hacer? ¿Por qué me da pereza escribir despacio, tomarme un día o dos o una semana en terminar un texto?
A veces pienso que si no trabajara, si no tuviera obligaciones de ningún tipo podría dedicar mis horas a escribir con calma. Con cuadernos de notas, post it de colores, esquemas y planes. A veces fantaseo con eso, con una mesa fija con todos mis trastos. A veces. Luego pienso que a quién quiero engañar, la prisa y la pereza se sentarían conmigo en esa mesa. No sé como librarme de ellas; unos días tengo más prisa y otros más pereza. Vivo con ellas. Últimamente domina la pereza. Al escribir y con todo. Me da pereza hablar, me da pereza mirar, me da pereza mirar, me da pereza pensar, me da pereza preocuparme. Y cuando hablo, miro, pienso o me preocupo lo hago con prisa para terminar cuanto antes y poder volver al estado anterior. ¿Cual?
Estar. Sin más.
No quiero escribir bien, quiero vivir sin prisa y sin pereza. Quiero tener ganas y calma para vivir. Y, de vez en cuando, escribir algo.