Los días 21 y el 23 de marzo el Magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena Conde emitió dos resoluciones judiciales dentro de la causa en la que se investiga el proceso de secesión de Cataluña. En la primera, dicta un auto de procesamiento contra veinticinco personas por hasta tres delitos diferentes: un delito de rebelión a trece investigados (el expresidente de la Generalitat de Catalunya, el exvicepresidente, siete exconsellers, la expresidenta del Parlament, el expresidente de la Assemblea Nacional Catalana, el de Òmnium Cultural y la secretaria general de ERC, Marta Rovira); un delito de malversación a catorce de ellos; y, a otros doce, un delito de desobediencia. En la segunda resolución decreta el ingreso en prisión provisional incondicional de los cuatro exconsellers de la Generalitat de Cataluña y de la expresidenta del Parlament catalán.
En cuanto ambas salieron a la luz, un sinfín de voces (más bien, gritos) se alzaron a favor y en contra. Por supuesto, muchas de las personas que se apresuraban a criticar o a defender con vehemencia la labor del juez no se habían leído ni los setenta folios del primer auto ni los diez del segundo, siguiendo esa perversa costumbre de atacar o aplaudir las decisiones judiciales en función de su coincidencia con las opiniones de cada individuo. Brilla por su ausencia la voluntad de invertir algo de tiempo en analizar los hechos que se dan por probados, como tampoco en atender a sus argumentaciones jurídicas. Sencillamente, si la decisión última encaja con las propias ideas será acertada y, si no es así, se considerará de inmediato una manifiesta injusticia. Se ha perdido la capacidad de llevar a cabo un examen crítico, objetivo y riguroso. Todo viene marcado por las pasiones ideologizadas de unos individuos que defienden a ultranza la labor del magistrado siempre que su fallo se ajuste a sus deseos y por las de manifestantes enfurecidos que claman indignados por exactamente lo contrario.
Tras haber leído en su integridad los dos fallos judiciales, considero que ambos están suficientemente motivados. Es cierto que, como sucede con cualquier sentencia, existe un margen para la discrepancia, tanto desde el punto de vista de la valoración de las pruebas como de la interpretación de las normas aplicables. Pero, en modo alguno, procede afirmar que las mismas sean arbitrarias o estén desprovistas de apoyo jurídico.
Por lo que respecta al auto de procesamiento, el juez relata los hechos acontecidos en Cataluña en los últimos seis años en relación con el proceso secesionista. Llarena destaca la importancia del denominado “Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña” y refiere cómo el Gobierno de la Generalitat y el Parlamento de Cataluña lo desarrollaron y pusieron en práctica. Recoge, asimismo, el listado de sentencias del Tribunal Constitucional que fueron anulando las resoluciones del Parlamento de Cataluña dirigidas a la secesión, y cómo el Parlamento y su Gobierno, en lugar de acatar el ordenamiento jurídico, optaron por continuar con la hoja de ruta previamente establecida, desobedeciendo al T.C. de forma tozuda e incansable. Se muestran las ilegalidades e inconstitucionalidades que se llevaron a cabo de modo plenamente consciente, conformando una descripción difícilmente cuestionable.
Uno de los puntos más discutidos (y, efectivamente, valorable) es el de la concurrencia del requisito de la violencia para poder aplicar el delito de rebelión. Pese a las posibles interpretaciones, el criterio del auto se sustenta sobre hechos concretos e imputa a personas determinadas una serie de actuaciones tendentes a la agresión y a la intimidación. Admito que quepa discrepar en la valoración, pero se debería entender que, de la misma manera que existe margen para defender una postura, también existe margen para defender la contraria, no pudiendo, en modo alguno, afirmarse que nos hallamos ante una decisión judicial motivada políticamente, carente de justificación o huérfana de lógica jurídica.
Por lo que se refiere al auto de ingreso en prisión, se justifica sobre la base del riesgo de fuga de los ya procesados y el de reiteración delictiva. En el primer caso, se explica que, habiéndose cerrado la fase de instrucción del procedimiento judicial y, ante la nueva situación procesal de los investigados (que pasan a ser procesados), el riesgo de evadir sus responsabilidades huyendo es diferente que en otras fases anteriores del proceso. En el segundo caso, si bien algunos de los procesados han renunciado a sus actas de diputados, se puede leer en la resolución judicial que “todos ellos han compartido la determinación de alcanzar la independencia de una parte del territorio nacional. Y no puede eludirse que la aspiración, en sí misma legítima, se ha pretendido satisfacer mediante instrumentos de actuación que quebrantan las normas prohibitivas penales y con apoyo de un movimiento social, administrativo y político de gran extensión”. Nuevamente, surgirán valoraciones que lo cuestionen, como en la gran mayoría de autos que envían a prisión provisional a personas en procedimientos judiciales que no ocupan las portadas de los periódicos. Pero, desde luego, no se trata de un auto desmotivado, absurdo ni carente de argumentación.
A partir de ahí, los acontecimientos que han tenido lugar en los días posteriores retratan a una importante parte de la sociedad desnortada y carente de los mínimos valores éticos y democráticos. Supone una indecencia que la respuesta a decisiones judiciales se traduzca en pintadas amenazantes en casa del magistrado, protestas violentas, cortes de carreteras y proclamas incendiarias. La pretendida idea de que la legitimidad derivada de unos votos les habilita para decidir qué normas cumplir y cuáles no, o qué resoluciones judiciales respetar y cuáles desobedecer, solo tiene cabida en regímenes autoritarios. Esa visión independentista que tiende a enfrentar la representatividad democrática con el Estado de Derecho es una falacia que puede defenderse exclusivamente desde un fanatismo radical.
Cuestión distinta es que, al margen de los planos judicial y jurídico, el problema latente y permanente que existe en Cataluña necesite de una solución política que no se encontrará ni en estas decisiones judiciales ni en las que llegarán después. Ante la coyuntura de dos millones de ciudadanos que albergan un deseo y otros dos millones que aspiran al opuesto, se precisan líderes políticos capaces de acercar posturas y fijar unas reglas de convivencia mínima, comunes para una amplia mayoría de catalanes y españoles. Se puede considerar como enemigo al que piensa diferente o se puede aceptar que, dadas las circunstancias, vivir juntos es inevitable. Muchos deberán asumir su responsabilidad judicial y muchos también, su responsabilidad política. Tal vez entonces, en un nuevo escenario con nuevos protagonistas y nuevas ideas, comiencen a aportar las soluciones, no solo a crear los problemas. Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver y, en esta concreta situación, existen personas en los dos bandos con la firme intención de ponerse una venda en los ojos.