Al explicar sus experimentos, los científicos siempre matizan que los resultados obtenidos dependen de las condiciones en las que se realizan. Así, se parte de una serie de valores normales de presión y de temperatura que derivarán en unas consecuencias determinadas dentro de esas investigaciones realizadas en el laboratorio. Si dichas condiciones en las que se desarrolla el ensayo se alteran sustancialmente, el desenlace también varía. Cabe deducir que, en lo referente al comportamiento humano, sucede de igual manera. Los actos y decisiones de cada persona serán unos u otros en función de las circunstancias que le rodeen. Lo deseable es que las pautas y acciones de la ciudadanía sean el fruto de cierta normalidad en su entorno. Sin embargo, mucho me temo que ese clima de tranquilidad y serenidad escasea en nuestro mundo, por lo que no resulta descabellado deducir que con mayores dosis de lógica y racionalidad actuaríamos de un modo bien distinto.
Abundando en esta idea, es incuestionable afirmar que el proceso electoral que se vive en estos momentos en Cataluña está presidido por la anormalidad y la excepcionalidad. Y el cúmulo de rarezas y de despropósitos que padece alcanza tales cotas que, en mi opinión, afectará de lleno a su resultado final. Algunas de esas anomalías son relativamente recientes y otras llevan socialmente instaladas largo tiempo pero, en ambos casos, dan fe de un ambiente enrarecido que condiciona el desarrollo de los comicios.
A día de hoy, todos los miembros del antiguo Gobierno de la Comunidad Autónoma de Cataluña se encuentran querellados y buena parte de los integrantes de la Mesa de su Parlamento ostentan la condición de investigados. Algunos candidatos de las listas electorales están encarcelados y el ex Presidente y varios de sus ex consejeros, huidos. La llamada a las urnas se ha realizado a través de la aplicación de un precepto constitucional sin precedentes. Los medios públicos de comunicación han vulnerado abiertamente su compromiso con la neutralidad y la defensa del pluralismo informativo. Y, por encima de todo, se respira una atmósfera de enfrentamiento social que abochorna por ser impropia de una sociedad democrática. Ante este escenario, un mínimo y hasta superficial ejercicio de reflexión debería ser suficiente para que muchos ciudadanos se sintieran avergonzados y propiciaran un cambio tendente a enderezar lo que esta deriva alocada e irresponsable ha conseguido torcer y retorcer.
Para clarificar la postura que yo defiendo debo indicar dos importantes matizaciones. La primera alude a la relación de anormalidades señaladas anteriormente, en el sentido de que no todas ellas han de calificarse como injustas. Más de una es el efecto inevitable de decisiones conscientes, tozudas e insensatas de actuar al margen de la ley. La situación legal y procesal de muchos ex dirigentes y cabezas de lista deriva exclusivamente de la aplicación del Principio de Legalidad y es consecuencia directa de formar parte de un Estado de Derecho. Distinto es que sus secuelas desde el punto de vista de la normalidad democrática resulten muy poco (por no decir nada) deseables. La segunda incide en que el sano ejercicio de la autocrítica tiene que ser global. Tanto los tradicionales partidos estatales como las formaciones nacionalistas defensoras del proceso de independencia han de someterse ineludiblemente a un profundo y riguroso examen de conciencia. En mayor o menor medida, las culpas a repartir son abundantes. Decía Carmen Martín Gaite en su novela “Nubosidad variable” que “a veces la madeja no la puede desenredar más que el que la ha enredado” y el problema es que en Cataluña existen demasiados nudos apretados desde antaño por infinidad de manos.
No obstante, la dosis superior de responsabilidad recae actualmente sobre los propios votantes. Durante la etapa histórica más reciente, hemos asistido a sorprendentes decisiones de electores a nivel internacional, desde el “Brexit” en el Reino Unido a la elección de Donald Trump como máximo mandatario estadounidense, pasando por el auge de los extremismos en Europa. Sin duda, atravesamos malos tiempos para la democracia. Hace apenas un año leí un artículo de Teodoro León Gross, periodista, filólogo y profesor de la Universidad de Málaga, donde analizaba la deriva de los votantes hacia la mediocridad y criticaba a quienes deciden evadirse de los resultados que acarrea el hecho de introducir su papeleta en la urna, equiparando dicho gesto a una especie de postureo social. Afirmaba asimismo que “la trivialización del voto conduce al parque temático de la Democracia”. En otras palabras, se acaba por banalizar lo importante, se termina por caricaturizar lo trascendental, y de ahí al desastre solo hay un paso.
Al día siguiente de conocerse el resultado de la consulta británica para abandonar la Unión Europea, millones de ciudadanos se echaban las manos a la cabeza y clamaban incrédulos ante el inmenso calado de su decisión. Y es verdad que se puede lanzar el dedo acusador contra uno u otro político, o que se puede criticar a un concreto cargo público y a un Gobierno en pleno, o que se puede ir en contra del colectivo de los representantes populares. Pero, en última instancia, ese dedo acusador ha de señalar directamente a la sociedad que ha promovido su elección.
A pesar de las circunstancias adversas, las condiciones inapropiadas o las presiones injustificadas, el 21 de diciembre cada persona tomará su decisión en solitario. Eso sí, resultará fundamental que el día 22, tanto quienes hayan ejercido su derecho a voto como quienes hayan decidido abstenerse, sean plenamente conscientes de su corresponsabilidad con dicha decisión personal e intransferible, ya sea para comenzar a sentar las bases de una deseable normalidad democrática, ya sea para continuar transitando por la senda del esperpento.