Revista Educación
Con la llegada del siglo XIX los artistas plásticos comenzaron a sentirse liberados de los corsés académicos tradicionales, y se entregaron a la tarea de encontrar nuevas fórmulas más personales para representar la realidad. Ello supuso el surgimiento de una amplia variedad de estilos, más o menos exitosos y perdurables, que tendieron a agruparse en movimientos artísticos tales como el fauvismo, el expresionismo o el cubismo. Más tarde incluso se rebasaron las fronteras de esos movimientos, y los artistas buscaron desarrollar un estilo propio, distintivo y reconocible. Hoy día, si no goza de ese sello personal el artista “pinta” poco y su valor de mercado es muy reducido.
Con la llegada del arte abstracto y la desaparición del contenido figurativo en las obras de arte, se complicó la tarea de juzgar el valor de esas obras, que demandaban del observador un mayor esfuerzo interpretativo. Ya no resultaba tan fácil para el visitante de una exposición sentir el placer estético derivado de la contemplación del arte. Incluso el concepto clásico de estética quedaba desfasado, puesto que el valor de una obra no dependía de su belleza, que quedó reemplazada por conceptos más intelectuales, como interés y estimulación. Nuestro cerebro viene pre-programado de fábrica para disfrutar de la belleza, como lo demuestra la preferencia del ser humano desde el mismo nacimiento por estímulos visuales con determinadas características (simetría, equilibrio, contraste, etc.). Pero ahora los artistas se habían empeñado en transgredir esas leyes y las fronteras entre el arte y el no arte o incluso la impostura, se hizo cada vez más sutil, y el ciudadano medio se sintió perdido y desinteresado, alejándose cada vez más de ese arte que tan complicado le resultaba y con el que difícilmente podría disfrutar del goce estético que sí le proporcionaban obras más tradicionales y comprensibles.
En ese afán de separar grano y paja, la psicología ha realizado interesantes aportaciones al análisis de la apreciación y juicio estéticos, desde los primeros trabajos de Rudolf Arnheim o de los teóricos de la Gestalt hasta los estudios recientes basados en investigaciones de carácter empírico. Y es que la apreciación del arte es un proceso perceptivo, cognitivo y emocional que no se diferencia demasiado de otros procesos psicológicos similares. Me parece muy interesante el modelo propuesto por Hemut Leder y sus colegas de las Universidades de Viena y Berlín. Estos autores proponen un modelo que incluye cinco etapas y apuntan también una serie de variables que afectan tanto al juicio como a las emociones suscitadas por una obra de arte.
La primera etapa, denominada perceptiva, comienza una vez que un objeto ha sido clasificado como artístico. Es la etapa más conocida y que recoge las aportaciones más clásicas en el campo de la composición. Así, la evidencia empírica disponible señala una serie de características relacionadas con las preferencias estéticas, tales como el contraste, la claridad o enfoque, la complejidad media, la simetría, ciertos colores, el orden y el agrupamiento.
La segunda etapa representa los procesos de memoria implícita a partir de la experiencia previa del observador. Lo de implícito hace referencia a que es un proceso que no es deliberado o consciente. Sencillamente la obra tiene ciertas resonancias que estimulan el interés de quien la observa. Son tres los rasgos más relacionados con las preferencias estéticas en esta etapa. El primero es la familiaridad, cuanto más familiar resulta lo que vemos mejor lo valoramos, aunque la complejidad modera la relación entre familiaridad y juicio favorable, de forma que lo novedoso puede resultarnos tanto o más atractivo que lo familiar, pero siempre que no nos resulte demasiado complejo. El segundo es lo que podría definirse como “prototipicalidad”, es decir, en qué medida la obra puede resultar representativa de una clase de objetos. El tercero tiene que ver con la acentuación o exageración de alguna propiedad del objeto, tal como ocurre en las caricaturas.
La tercera etapa supone la clasificación explícita de la obra, en función de contenido y estilo, y lógicamente está afectada por el conocimiento y formación artística. Si la persona no es experta clasificará la obra de acuerdo con el contenido que representa (retrato, bodegón, paisaje), mientras que quienes tienen más formación lo harán según su estilo. Cuando clasifica de forma exitosa la obra, el observador experimenta una sensación satisfactoria derivada de la reducción de la ambigüedad.
La cuarta etapa, de dominio claramente cognitivo, supone una prolongación de la anterior, y se refiere a la compresión del significado de la obra, que conlleva una activación del circuito cerebral del placer vivida de forma placentera. Esta compresión tiene un efecto similar al de la resolución de un problema: nos sentimos felices por haber sido capaces de entender qué es lo que el artista ha intentado transmitir con su trabajo. La formación artística facilita este proceso, al igual la información que pueda acompañar a la obra. Incluso un solo título añadido a una fotografía puede hacer más fácil su compresión y garantizar el disfrute estético.
Finalmente, los resultados de las etapas anteriores llevarán al sujeto a un juicio y una emoción estética. Al fin y al cabo, eso es lo que el artista pretendió con su obra, generar una emoción o estado de ánimo. Aunque, en realidad, más que un resultado final, tendríamos que convenir que las emociones habrán estado presentes a lo largo de todo el proceso. Incluso el estado de ánimo inicial parece influir en todas las etapas. Así, cuando nos acercamos a la obra con ánimo positivo, tendemos a realizar valoraciones de carácter más holístico o global, mientras que cuando nuestro ánimo no es tan favorable, procedemos de forma más analítica. Como si nos mostrásemos más exigentes y puñeteros y buscásemos cualquier pequeño defecto.
Recientemente, Leder y colegas han llevado a cabo un estudio para analizar los factores que influyen en la apreciación del arte por parte de una muestra de estudiantes universitarios, con distintos niveles de formación artística, a quienes presentaron pinturas clásicas, modernas figurativas y abstractas. Los participantes en el estudio debían señalar ante cada obra, en unas escalas construidas a tal fin, hasta qué punto les gustaba, les emocionaba, la comprendían o les generaba interés. Los resultados indicaron que, con independencia de la formación artística, la motivación fue el factor más influyente en la valoración positiva de las obras. Por otra parte, los estudiantes más expertos o formados en arte asignaron puntuaciones más altas a cada pintura en todas las escalas, tanto si se trataba de un cuadro clásico como si era moderno o abstracto, lo que viene a indicar que la formación artística redunda en una mayor apreciación y disfrute de todo tipo de arte. Y es que la educación en arte no es un mero lujo en favor del refinamiento o la distinción social sino que nos acerca a una mejor compresión y goce estéticos. Al fin y al cabo, el arte es uno de los mayores logros humanos, uno de esos raros productos de la cultura que abren nuevos espacios de libertad, en los que es posible superar algunos de los determinismos sociales que pesan sobre la vida, y a partir de allí desplegar nuevas posibilidades. Tal vez sea por ello por lo que el poder siempre se ha mostrado reacio a promover una educación artística generalizada que popularice la compresión, el disfrute y la creación artística.
Leder et al. (2004). A model of aesthetic appreciation and aesthetic judgments. Bristish Journal of Psychology, 95, 489-508.Leder et al. (2012). How art is appreciated. Psychology of Aesthetic, Creativity and the Arts, 1, 2-10.
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