Aspirar la fragancia de la cabecita de un bebé es uno de los gestos que más repetimos las madres. ¿Quién no querría detener el tiempo y seguir oliendo a su pequeño a cada segundo? Qué placer oler a bebé. Impregnarse de su olor después de dormir juntos la siesta o en cada abrazo es una delicia. Y una de las cosas que más se echan de menos cuando el pequeño deja de ser bebé y se convierte en niño.
El olor a bebé es inconfundible. ¿Quién puede olvidarlo? Un olor tierno, limpio, puro, a nuevo. Y, además, se contagia. ¿Nunca os ha pasado que, sobre todo en los primeros meses, os han dicho que olíais a bebé cuando alguien se acercaba a saludaros? ¿O que al entrar a casa de unos amigos que acaban de dar a luz todo huele a su bebé?
Patrick Süskind, en su novela ‘El perfume’, lo describe como un olor a galleta mojada en leche y a caramelo. Es una de las descripciones más bonitas que hay sobre un olor tan especial. Yo diría que huele también a galletas que acaban de salir del horno, a vainilla y canela. A dulce leche materna. A nieve recién caída. A persona nueva, recién hecha, a pureza, a libro en blanco y que puede ser cualquier cosa.
Cada madre hace su propia descripción, y este olor nunca se olvida. Ningún olor nos conmueve tanto, sobre todo a las madres, a quienes parece afectarnos más que a nadie. Científicamente, además, tiene su razón: el olor a bebé es adictivo. Su perfume desata una ola de placer y jauría de hormonas, sobre todo en las mujeres que hemos sido madres. Está por ver si causa la misma reacción en los padres, pero está claro que el sentido del olfato se agudiza en las mujeres, sobre todo durante el embarazo como un sistema natural de protección ante la comida que pueda estar en mal estado. ¿No es el cuerpo humano una máquina increíble? ¿No somos más mamíferos que nunca durante el parto y posparto?
El olor de su cabecita, de los pliegues de su cuello y de sus manitas es único. ¿Qué madre no puede querer volver a revivirlo una vez más? ¿Por qué no podemos guardarlo en un frasquito en nuestra habitación?