Revista Educación

Puerta segura

Por Juancarlos53
Puerta segura

No sé si podré llegar hasta ella. Intento moverme, pero me resulta imposible. No sé si imposible, pero desde luego sí muy difícil. Tengo que conseguirlo. Primero, movilizar la pierna derecha para luego ya doblar la izquierda y con ayuda de la mano derecha, bien apoyada en el suelo, intentar levantarme. Pero no, no puedo, un pinchazo en la espalda me inmoviliza aun antes de comenzar todo el proceso. Quiero elevarme, pero el dolor es fortísimo. Quizás si no me muevo, si durante unos segundos, a lo más unos minutos, quedo en reposo lograré llegar hasta la puerta. Necesito abrirla, abandonar esta casa, para ver si, una vez en el rellano, alguno de los vecinos me ve y me socorre.

Es esa puerta gruesa, de seguridad quise que fuera, la que me ha provocado el mal que ahora padezco. Mi felicidad no podía ser eterna, está claro. Al ascenso laboral de semanas anteriores vino a sumarse la boda de Sara con Mario que ayer  mismo celebramos. Volví a casa tan contento por todo, con tanta alegría por mí y por mi hija que no caí en que la puerta era nueva y magnífica. Con gran alegría, como digo, tras abrir la puerta con el llavín (¡Clas, clas, clas, clas!), entré en el piso y con las manos ocupadas por las bolsas de compra del Súper, con el talón del pie de la pierna derecha la empujé con fuerza. Acto tan sencillo y tan poco habitual en mí me provocó el pinchazo —latigazo lo llaman algunos— que cual ángel justiciero me echó por tierra y me dejó tremendamente dolorido y sin fuerzas en el pasillo donde desde hace ya unas horas me encuentro. El dolor que me sobrevino fue tan grande que quedé inmovilizado sin poder siquiera imaginar dar ni un paso a partir de ese mismo instante. Afortunadamente, pensé entonces entre grandes dolores, me encuentro dentro de casa. Estoy caído en el pasillo, entre sudores y lágrimas sobrevenidos por la tremenda tortura que me circunda la zona lumbar y que como si de  una corriente eléctrica se tratase se irradia por la pierna derecha, tan joven y atlética unos instantes antes. De esta guisa, cual humano aherrojado al mundo sin fe alguna en nada, recordé:

—Me encanta, papá, que hayamos comprado este cerramiento para la vivienda. Así me iré  de viaje de novios mucho más tranquila. Sabes que Mario y yo estamos preocupados por ti. Ya tienes una edad y cualquier día…

—Pero, ¿qué dices, chiquilla? ¿No ves que estoy hecho un toro? Ser sexagenario no quiere decir que sea… Venga, venga, que aún tengo cuerda para rato. Vosotros, a disfrutar, iros sin cuidado por mí. ¡Ah, y regresad con los deberes hechos! Ya sabéis que quiero un nietito pronto.

Bueno, ya está todo arreglado. Los jóvenes esposos abandonarán esta misma mañana la ciudad. ¡Qué bonita fue la ceremonia de ayer, se les veía tan enamorados! ¡Qué bella es la vida! El banquete fue magnífico, espectacular y muy divertido. Espero que la noche de bodas que han pasado en el Hotel Palace («¡qué regalo tan fastuoso y original por parte de sus amigos!») haya sido fantástica. En fin, ya me dirán. Seguro que Sara me llama antes de tomar el vuelo

—Papá, vamos a salir del hotel camino del aeropuerto. Embarcamos en tres horas. ¿Qué tal estás tú?

—Pues cómo voy a estar, hija, encantado contigo y con ese chico tan maravilloso que desde ayer tienes tú por marido y yo por yerno.

—Bueno, no hagas locuras. Recuerda que hace dos años te dio un parrús ciático que te tuvo en la estacada unos cuantos días. Nada de esfuerzos, ¿me oyes?

—Te oigo, te oigo, hija. Mira que eres pesadita. Me recuerdas mucho a tu madre. Voy a salir en unos minutos al súper a comprar cuatro cosillas y ya. No te preocupes por mí, hija; ella, tu madre, me cuidará desde donde sea que esté hasta que volváis. Un beso muy fuerte.

—Un beso, papá.

¿Todo arreglado? Hasta hace un momento sí, desde luego, pero desde que cerré la puerta de tacón, tras haber mal dormido por culpa de la boda, porque quieras que no siempre uno se extralimita en estos actos festivos, estoy fatal. La sensación de bienestar por mi ascenso en el trabajo y por la  felicidad de Sara y de Mario, seguramente aumentada por la ingesta de alcohol al que ya no estoy acostumbrado, no sé adónde habrá huido. El caso es que como al levantarme nada me dolía, decidí, como le dije a Sara por teléfono, que me acercaría al Supermercado para hacer la compra de aquellos productos que desde hace tanto tiempo mi hija del alma me tiene vedados: «Papi, comer eso no le caerá bien a tu estómago»; «esto no, que te sube mucho la tensión y te pone los triglicéridos por las nubes»; «pero ¡si tú ya no bebes, papá!, recuérdalo…» En fin, que por unos días determiné ser yo de nuevo, Ignacio Chacón Pérez. Llené el carro a gusto, de todo lo prohibido hice buen acopio: callos, vino, bombones helados, galletas, dos chuletones de buey, frutos secos súper salados esta vez… Y así salí del Súper, cargadito, pero contento.

Y ahora me encuentro aquí, tirado en el suelo del pasillo de casa. Con la patada que con mi pierna derecha sacudí a la puerta de la calle quería comprobar de nuevo la calidad de la cerrajería de seguridad adquirida. Cuando la compramos, seguramente gracias a estar tan bien engrasada, fue todo uno empujarla un poquito, verla girar sobre sus goznes con suavidad y encajar el portillo en el marco correspondiente saltando los bulones y el pestillo automáticamente. El ¡clas, clas, clas, clas!, fue algo visto y no visto. «¡Qué maravilla!, ¿eh, papá?» «Sí, hija, sí, fantástico». O sea que ahora tras la coz que la he propinado estaré encerrado en mi propia casa, porque la puerta es de esas que antiguamente publicitaban como de Villacañas, o sea, lo mejor de lo mejor. 

He quedado tendido cuan largo soy rodeado de los productos adquiridos («muchos, verdaderamente, y mucho peso para una persona como yo con frecuentes ataques de ciática»). No veo la puerta, que queda ahora a mi espalda. Debería de ponerme en pie, tomar el llavín que estará en alguno de los bolsillos de mi chaqueta, ir a la puerta, abrirla y ya en el rellano esperar a que algún vecino aparezca y pedirle ayuda. Eso es lo que tengo que hacer: levantarme, caminar hasta la entrada de casa, abrir con mi llave, salir afuera y pedir auxilio. Todo está claro. Allá voy. ¡Aaayyyy, qué dolor!

Todo está claro, sí, pero sólo en mi cabeza, porque el cuerpo no me responde. Intento ponerme de pie y mis piernas no me hacen caso, cada vez que pruebo a hacerlo el dolor me lo impide. Nunca había sentido ramalazos de este tipo. Concluyo que de estar inválido por haber propinado una patada a la puerta de la calle he pasado a ser un inválido absoluto. Con qué claridad percibo ahora la distancia que existe entre el ser y el estar, entre lo permanente y lo contingente. Me resisto a entrar en un estado de no retorno. He de sobreponerme. Igual que hace nada la puerta ha sido la causante de mi desgracia, si tengo agallas, fuerzas y sobre todo algo de suerte, quizás consiga, si la abro y la traspaso, que se convierta en mi aliada para solucionar el problema. 

Al no poder mover sin dolor las piernas decido con la fuerza de mis brazos intentar girarme en el suelo para enfilar hasta esa endemoniada puerta. Con ayuda de manos y antebrazos inicio la operación. Tomo conciencia de mi propio peso, pues soy casi incapaz de movilizar mis 75 kilos, hay que ver lo importante que demuestra ser cualquier parte de nuestro cuerpo cuando nos falla ese órgano o miembro. Ya casi lo tengo… ¡Plaf! ¡Ay! ¡Cómo me cuesta! Bueno, lo importante es que he conseguido virarme; además acabo de descubrir que inexplicablemente («¡a ver si no era tan buena como predicaban en el comercio!») la puerta de la calle no se cerró, sino que está entornada, casi encajada, pero desde donde me encuentro veo la luz del rellano de la escalera. Gracias, Dios mío, parece que por esta vez el agua no llegó al río.

No creo que haya más de metro y medio entre la puerta y yo. Sólo he de hacer un último esfuerzo. Es cosa de llegar hasta el umbral como sea. ¡Joder! No puedo ponerme en pie, el dolor no me deja, es un dolor que me paraliza los glúteos y que especialmente en mi pierna derecha se extiende a lo largo de toda ella fijándose en los gemelos. Jamás había sentido nada parecido y mucho menos esta derivada: la parálisis.  

Procuro no pensar y con tremendo sufrimiento y enorme lentitud consigo ir reptando por el suelo hasta la puerta. Acabo de tocarla por su base. Parece mentira que algo tan nimio puede transmitirme tanta felicidad Todo va a consistir ahora en elevarme como sea para así abrirla del todo. Con ayuda de las manos pruebo a que las piernas me respondan; el dolor es muy intenso, no voy a tener otra opción que apoyarme en la pared para así poco a poco ir alzándome. Poso mis manos con fuerza en ella y…

Al poco de colgar el teléfono, Mario y Sara indicaron al conductor del taxi que les pasó a buscar por el hotel que se dirigiese a la dirección de casa de su padre. Querían pasar por el piso y comprobar que todo estaba OK. Pero tenían poco tiempo y no podían entretenerse mucho. Pidieron al taxi que los esperase con los warnings encendidos. Sería subir y bajar.

 Por miedo a ser oídos por algún vecino que los retuviese felicitándoles por su matrimonio reciente, apenas si Sara y Mario pudieron escucharse mutuamente:

—Otra vez tu padre se ha dejado abierta la puerta de la calle al salir de compras, amor. No se lo vamos a decir para que no se preocupe, pero…

—Me dijo que bajaba a comprar algo al Súper, Mario. Corre, cierra bien la puerta y démonos prisa, que el avión sale en poco más de dos horas.

Sobre su hablar como con sordina vino a imponerse el sonoro “¡Clas, clas, clas, clas!” del portón al cerrarse. El pestillo y los seis bulones encastraron automáticamente en los vanos del cerradero sin necesidad de utilizar la llave, tal y como la publicidad anunciaba. Una puerta magnífica, desde luego.

«Que sea de máxima seguridad. Ya sabes que los ladrones las fuerzan a la menor», recordaba Sara, ya en el taxi, cómo pocos días antes le insistía su padre. En ese mismo momento Ignacio, su padre, sabiéndose completamente perdido estoicamente reflexionaba: «Todas mis esperanzas acaban de caer por tierra conmigo. Nunca debí ponerme tan pesado con lo de adquirir una puerta bien segura. Sin querer he apoyado mis manos en ella, y, al girar sobre sus goznes, el resbalón y los bulones de seguridad han encajado perfectamente en el cerradero del marco. ¡Y Sara no regresa hasta dentro de quince días!»


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