Hay películas a las que hay que llegar, que se hacen desde una posición y un prestigio adquiridos después de una trayectoria artística. Algunos cineastas lo consiguen en plena madurez, por una serie de felices circunstancias o simple compensación a los servicios prestados a la industria (en forma de inmensas recaudaciones), como le sucedió a Steven Spielberg: a cambio de un taquillazo planetario como Parque Jurásico (1993), le dejaron rodar a su antojo La lista de Schindler (1993), probablemente la única superproducción cinematográfica rodada con total libertad creativa. Pues algo parecido le sucede a El cuento de la princesa Kaguya (2013) de Isao Takahata: coinventor --junto con su amigo Hayao Miyazaki-- de una sistema de trabajo que permitía acelerar la producción y abaratar costes en el cine de animación, puesto en práctica por primera vez con la serie televisiva Heidi (1974); cofundador en 1985 --también con Miyazaki-- del Studio Ghibli, referencia técnica e inspiración creativa del género animado, anterior e incluso superior a Pixar; cineasta de breve filmografía en la que destaca un título sincero, duro e incómodo como La tumba de las luciérnagas (1988), una historia que pocos habrían optado por narrar mediante dibujos animados. Es ahora, cuando ya lo ha dicho casi todo, Takahata presenta esta película, sin complejos, sin prisas y sin necesidad de demostrar nada, excepto su oficio y su evolución como artista.
El cuento de la princesa Kaguya, basado en un cuento popular japonés, es un filme hecho a contracorriente, sin tener en cuenta las tendencias actuales (cuyo objetivo es entretener y divertir), prescindiendo de muchas de las herramientas informáticas que hoy parecen ineludibles. En lo argumental tampoco hay demasiadas concesiones a la audiencia: una historia antigua, sin apenas elementos fantásticos, conflicto familiar a costa de rígidas tradiciones y final (sobre)cargado de emotividad. En lo formal también resulta innovadora: dibujada en una especie de acuarela de trazos inacabados, donde el nivel de detalle está visiblemente ligado al argumento (en las escenas pausadas se incrementa, mientras que en las que expresan fuertes sentimientos --como la de la huida de la princesa-- apenas son un esbozo, como si el ritmo narrativo determinara su grado de acabado). Viéndola, hubo momentos en que tuve la sensación de estar viendo esas películas de animación finlandesas o húngaras de los ochenta donde todo es muy moderno pero faltan claramente detalles básicos que faciliten que, como espectadores, nos enganchemos a lo que muestra la pantalla (personajes, motivos, objetivos, momentos definitorios).
Como artista consagrado a punto de despedirse de su profesión, Takahata no ha temido recargar la historia de sentimientos, ni destacar valores aparentemente en retroceso; ha hecho la película que ha querido y, quizá, por fin, ha dado con el tono y la técnica exactos a los que siempre ha aspirado. Si hubiera sido un joven cineasta en los inicios de su carrera estos mismos méritos no hubieran brillado tanto, como mucho se mencionarían como apuntes prometedores. Es lo que tienen los testamentos cinematográficos: no es sólo lo que son, sino la serie de obras previas que le sirven de base, atalaya y/o trampolín.