Revista Cultura y Ocio
I/ Pynchon redux/ Una parte
Me desalientan las novelas inasequibles, pero eso debe ser porque mi cerebro está paralizado por lecturas banales o porque ya no me atraen las cosas difíciles o porque necesito leer un texto dos veces para que no se me quede nada afuera. Una vez entré en El Corte Inglés, ah templo del saldo beatífico, con la inocente idea de hacer tiempo a la espera de ver a un buen amigo. Ojeé un par de libros de Pynchon. Nada profundo. Abrir unos páginas. Leer unos párrafos. Intentar convencerme para sacar la tarjeta y llevarme el tocho (oh sí que lo era) a casa. En el autobús, a la vuelta, me recriminé por mi falta de osadía libresca. ¿Dónde están los tiempos en que la dificultad, la aparente dificultad, digamos, me parecía una cima digna de ser cubierta? ¿Por qué el lector que soy huye de los pynchons de la literatura y se refugia en banalidades, en distracciones livianas, en toda esos libros que se engullen con presteza y se olvidan sin esfuerzo? Será, en el fondo, que uno no posee vicios eternos. Que al paso que voy acabaré preguntándome quién es Borges, dónde puedo comprar el último libro de Matilde Asensi, de Clara Sánchez, qué sé yo, el último recetario moral de un coelho. Será porque todo a lo que me entrego se hace rico y a mí, como dejó escrito Rilke, me deja pobre. Y yo estoy entregado últimamente a más cosas de las que me puedo permitir. Entonces siempre hay alguna que flaquea. Incluso hay alguna que directamente desaparece de mi ránking estupendo de prioridades. Pynchon no es mi prioridad. De verdad que no. Mira que sé lo mal que hago dándolo de lado, pero creo que voy a pasar un mal rato. Bastantes de ésos me dan sin que yo lo solicite como para que los busque a posta, movido por una extraña voluntad, un poco masoquista y otro poco pedante. No tengo ningún amigo que haya leído a Pynchon. Ninguno, en la barra del bar, me ha contado lo bien que se lo pasa leyendo a Pynchon. Hemos hablado de mujeres, de series televisvas sobre zombies, de los goles de Messi y de la madre que parió a la cúpula militar de Corea del Norte, pero de Pynchon, en serio, ni una palabra. En cuanto alguien lo nombre, en la barra del bar o en el pasillo de mi colegio, me voy a la librería de mi amigo Pipo y le pido la obra completa de Pynchon. En plan valiente. Pipo, una de Pynchon. Sin tartamudear. A bocajarro. Con un par.
(El título de este parte del post, en su cápsula, es un volunto ocurrente de Vicente Luis Mora traído con mimo cómplice al facebook de un servidor)
II/ Me relajo una barbaridad hablando de Stephen King / Otra parte
Está bien visto que el autor sea un ser invisible, casi un personaje de sí mismo, que no concurra a festejos ni haya fotos suyas en el google. Pynchon, en este sentido, es el autor ideal. Da igual que uno no haya leído una línea suya o que haya leído poco o lo haya leído mal. Lo verdaderamente relevante es que uno se maneje en el pedigrí del escritor ausente. En ese no estar hay un brillo como fantasmagórico, un aureola de genio que, en ocasiones, se escuda en lo extraliterario, en la metalingüística, en la morralla que se expide a beneficio de los exégetas y de los frikis de turno. Siendo yo friki de muchas cosas, no lo soy de Pynchon, y bien quisera. Estaría bien (más que bien) hablar con propiedad de las virtudes del autor, sacar en una cháchara de taberna los entresijos de su obra. No me preocupa no estar en ese grupo de elegidos. No soy sensible a esa vertiente excéntrica de lector muy avezado en literaturas de gama alta, digamos. La mía, la literatura a la que propende mi últinmamente cercenado ocio, es la asequible, la que no me exige cogitaciones excesivas, la que (ay qué mal camino llevo)se apresta a manosearla sin que se me caiga el cielo sobre la cabeza, sin que note un peso en la frente, una sensación inquebrantable de asfixia intelectual. Lo dicho: un despojo de lector, en eso me estoy convirtiendo. Soy un Samsa libresco. Mi amigo K., cuando me ve comprar libros, tercia siempre hacia el mismo hilo: quién te ha visto y quién te ve. No me vio nadie, K. Le contesto. Tú es que estás adentro y me vigilas sin que yo lo pida ni lo aprecie. Además todos los libros, incluso los de Coelho y Bucay, sirven para lo mismo. ¿Y para qué sirven los libros? Para hablar de ellos con quienes se dejan. Últimamente disfruto con eso muchísimo. Me relajo una barbaridad hablando de Stephen King. Y eso que todavía no he leído La cúpula. Es que un tocho infame, una cosa inabarcable en la cama. He leído 22/11/63. Y me ha gustado, a pesar de las mil páginas o así. Ah cómo echo en falta esa obesidad decimonónica de Proust o de Stendhal. Qué feliz fui en el balneario llevado de la mano de Thomas Mann. Con qué dulzura me dejé llevar por las desventuras de Ana Ozores por Vetusta. Cómo sufrí a bordo con el capitán Ahab a la caza de su ballena metafísica. Siempre bromeando, Emilio, concluye K. Pero no es broma, le insisto. Mañana mismo, no tardo más, me leo El arco iris de gravedad. 1.152 páginas. Conociéndome, ay, me va a dar el verano.