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¿Qué es el amor?

Publicado el 13 febrero 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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En El laberinto sentimental, el filósofo José Antonio Marina dedica un apartado a preguntarse qué es el amor. Antes de llegar a una conclusión, repasa las tres principales malinterpretaciones con que se tienden a popularizar los grandes errores del mundo y que llevan por el camino de la amargura a unos cuantos miles de millones de personas.

En un primer momento, se tiende a confundir el amor con el deseo de posesión.

No hay amor sin algún tipo de deseo, pero es arbitrario y confundente decir que cualquier tipo de deseo puede considerarse amor.
[…] Sartre dice que el amor quiere cautivar la conciencia del otro. Hay, pues, un afán de posesión o de poder. Pero la noción de propiedad, por la que tan a menudo se explica el amor, no puede ser primera. El amante no desea poseer al amado como posee una cosa; ésa sería una versión brutal de la posesión como consumación material de cualquier deseo. […] Basado en el afán de posesión, sólo alcanzamos una intranquilidad celosa, como la del héroe de Proust que instala a su amante en su casa, para verse así libre de inquietud. Sin embargo, está continuamente roído por cuidados y angustias porque Albertina escapa de Marcel, aun cuando éste la tenga continuamente a su lado, en total dependencia material.

Esta reducción del concepto de amor, tan habitual por otra parte en la versión pop y consumista que del amor dan, más o menos veladamente, los medios de comunicación de masas sometidos al imperio del neuromarketing, sobre todo en sus campañas de verano, parte de una cosificación de la realidad: se posee lo que no forma parte del sujeto, es decir, el objeto; mientras hay lucha por poseer, no existe ninguna posibilidad de integrar, que es de lo que, como se intuye, va eso del amor. Como ya advirtió Nietzschedonde el poder tiene la primacía, falta el amor; y como nos recuerda la psicología analítica, donde reina el amor, no existe voluntad de poder. Pero de esto ya se habla en otro artículo largo y tendido

Una segunda confusión es la que hace del amor una intensificación del interés:

La importancia que tiene esta intensificación del interés da origen a muchos espejismos amorosos, porque el sentirse interesado en algo es una tensión que libera del tedio, un premio al que casi todo el mundo responde alborozado. Pero de esto hablaré más adelante. Estamos dispuestos a entregar nuestro corazón a cualquier situación o persona que intensifique nuestra vida.
¿En qué consiste esta intensificación? Es una buena y complicada pregunta. La vida intensa supone un abrillantamiento de las cosas, la aparición de valores claros, bien definidos, absorbentes en todas las situaciones. Y también una euforia, el vuelo del tiempo, la ligereza, el olvido de los pequeños disgustos y baches de lo cotidiano. La intensidad no tiene por qué ser agradable: en unas encuestas realizadas después de la Segunda Guerra Mundial, los encuestados reconocían que los tiempos de la guerra habían tenido una intensidad que, una vez pasada, despertaba en ellos una cierta melancolía. La llamada de la aventura es la promesa de una intensificación de la vida. También la intensifica la ruleta rusa, el asalto a bancos, el juego de la bolsa y muchas cosas más. El amor procura una experiencia intensa, pero no toda experiencia intensa es amor.

Esto suena a aquello de que se sube la bilirrubina y tal. De este sucedáneo del amor también se ha hablado en otro lugar, a partir del estudio que los humanos han hecho del campañol de campo, y que ha animado el debate sobre si es bueno o no recurrir a ciertas drogas para estimular el amor o, en caso de amores fatales y no correspondidos conducentes a estados depresivos, disolver los sentimientos en una nube de químicos como se disuelven los anhelos vacacionales tras las brumas de un verano tardío…

Una tercera identificación es la del amor con la alegría que se experimenta cuando alguien está presente:

Ésta fue la definición que Spinoza dio del amor: «El amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior» (Ética, III, prop. LIX). Ahora sí que parece que hemos dado en el clavo y con la clave. Si la alegría es la experiencia de que mis proyectos y fines se van realizando, amar a una persona es darse cuenta de que ella constituye la realización de mis metas, de que resulta imprescindible para la consecución de mis anhelos. Por eso ocupa un papel tan importante en la vida del amante: es su culminación.
Lo único que no me deja tranquilo es que una persona tan perspicaz como Kant ponía el amor en todo lo contrario. Amar no es el sentimiento que me une a aquellos que son imprescindibles para mis fines, sino que amo a una persona cuando sus fines se vuelven importantes para mí. En el concepto spinoziano de amor hay todavía un protagonismo exclusivo del Yo, del amor propio, que necesita ser aclarado porque a veces coexiste con sentimientos muy poco amorosos.
Un sádico puede sentir una gran alegría al someter a su víctima.

[…] Hay un efecto del amor más profundo que la alegría. Me refiero a esa plenitud un poco vaga que expresamos con frases tópicas como «da sentido a mi vida», «justifica mi existencia», y cosas así.

Esta postura esconde un peligro ontológico, diría Sartre: anula el ser de la persona enamorada. En un principio, no se advierte el peligro; resulta bonito y agradable porque se entrega la responsabilidad del cuidado de uno mismo al otro y el otro parece encantado de cuidar a su nueva mascota. Todo bien hasta que pasa un rato.

Este tipo de relaciones suelen derivar en una historia de vampiros que succionan la energía vital de sus víctimas y las incapacitan para desenvolverse por sí solas, convirtiéndose ellas mismas en vampiros en busca de nuevas presas que incorporar a la larga cadena de los desplantes humanos. Es la simbiosis entre sadismo y masoquismo implícitos que se esconde en gran número de relaciones borrascosas, como explica Eric Fromm.

El problema en este sentido es que se da prioridad a la necesidad de ser amado por encima de todas las cosas, incluso del hecho de amar a la persona en cuestión, una pasividad egoísta generalizada en las sociedades narcisistas y atemorizadas. Del activo al pasivo, el amor pasa de realidad a espejismo porque, para que la aventura de ser amados llegara a buen término, la otra persona ha de ser amante plano, sin complejidades subjetivas propias que estropeen la fantasía, el molde al que el otro quiere que se ajuste su pretendida media naranja. Y aquí el asunto ya se va pareciendo a aquello de que hablaba Jung en relación a la proyección de sombras, ánimas y ánimus: el enamoramiento nace porque se ha atribuido un aspecto interior reprimido, un “fantasma”, a una persona de carne y hueso que en realidad es más compleja que la idea proyectada.

No es ya que, como decía Spinoza, el amante vea en la otra persona la causa de su alegría o de su felicidad. Es algo más: desea, necesita, aspira a la felicidad de la otra persona. Ortega lo subrayó con su elocuencia más rebuscada: «Ahora entrevemos en qué consiste esa actividad, esa como laboriosidad que, desde luego, sospechábamos en el odio y el amor, a diferencia de las emociones pasivas como alegría o tristeza: el amor, en cambio, llega en esa dilatación visual hasta el objeto y se ocupa en una faena invisible, pero divina, y la más actuosa que cabe: se ocupa en afirmar su objeto. Piensen ustedes lo que es amar al arte o a la patria: es como no dudar un momento del derecho que tienen a existir; es como reconocer y confirmar en cada instante que son dignos de existir. Odiar es sentir irritación por su simple existencia. Amar una cosa es estar emperrado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquel objeto esté ausente.»
Ha aparecido la gran novedad sentimental que no se puede derivar de ningún otro sentimiento. Como dijo Aristóteles, «amar es querer el bien para alguien» (Ret. 1380b). Éste es el último criterio del amor, que es distinto de los demás. Los otros, de una manera o de otra, beneficiaban al sujeto, mientras que ahora es el objeto amoroso el beneficiado.

En todo este asunto, por tanto, tiene mucho que decir la capacidad de la persona para empatizar con los demás, es decir, para ponerse en el lugar de la otra persona y comprender su sufrimiento para así poder aliviar su carga.

Los investigadores que han estudiado la empatía han comprobado que el desligamiento del amor propio aparece poco a poco en la vida del niño. Hoffman ha distinguido varias etapas en este desarrollo. A los pocos días de vida el niño siente un malestar contagiado al experimentar el malestar de otro niño. Todo parece indicar que el niño siente su propio malestar, no el del otro. Después comienza a sentir una simpatía más descentrada, prosocial, que va a hacer que se interese por el bienestar de otra persona.

[…] Quien emerge de ese sentimiento es un ser dotado de una cualidad muy especial. El sujeto quiere ser querido por esa persona. Pero solamente después de alcanzar, en el propio sentimiento, su autonomía. El sujeto quiere ser amado precisamente por esa persona libre, independiente, valiosa en sí. Surge así un carácter contradictorio del sentimiento: amar, entre otras cosas, significa querer ser amado. Si hacemos una sustitución en la frase -parecida a las que se hacen en matemáticas- aparece un fenómeno muy curioso. Atienda el lector para no perderse en el trabalenguas.
Hemos quedado que «amar = querer ser amado». Si sustituimos esta palabra, resulta que «amar = querer que el otro quiera ser amado por mí». Si todavía realizamos otra sustitución, tenemos que «amar = querer que el otro quiera que yo quiera que el otro me ame».

Es entonces cuando encuentran sentido las palabras de Rilke, quien se refiere al verdadero amor como el encuentro de dos personas solitarias. Esto es, de dos seres en avanzado estado de individuación. En el estudio que del poeta hace Antoni Pascual PiquéRilke o la transformación de la conciencia, se señala cómo la religión erró al condenar la sexualidad, pero hoy el mundo comete el mismo error a la inversa, al haber mantenido la separación entre lo espiritual y lo sexual en beneficio exclusivo del segundo concepto. Glosando el pensamiento de Rilke, escribe Piqué:

Ahora bien, sin caer en fáciles facilidades, porque es el trabajo de toda una vida, cuando, por medio de la inspiración, el inconsciente se hace presente con una paz, serenidad e inocencia que vienen de lo que está más allá del tiempo, se va recuperando, o puede recuperarse, una sexualidad sencilla, dulce, transparente, libre, sin posesión, respetando el propio deseo y el deseo del otro, una sexualidad voluptuosa, justamente porque es pacífica y sin ansiedad. Es más, una sexualidad humana pide totalidad en cada uno de nosotros.

[…] La soledad vivida en cuarto creciente por progesiva atención a lo profundo que se va haciendo consciente, lleva justamente a la hermandad “de persona a persona”, genera confianza, confidencia, ternura, amistad e intimidad que, a priori, no tiene límites que se puedan sobrepasar cuando se vive el instante, más allá del tiempo. El inconsciente, cuando se vuelve presencia, transforma la situación en magia y en la “magia”, en el encanto, todo se hace posible. Éste es uno de los campos preferentes en que actúa la experiencia del Espíritu, lo que inspirando y fortaleciendo hacia el origen, vincula y reúne conciencia e inconsciente.

La realización amorosa satisface el deseo y ello va acompañado de alegría. Pero el amor, en cuanto que integración de tales aspectos, es mucho más que la simple suma de estos: por sí solos, se reducen a meras deformaciones de un concepto que los trasciende. Por eso, dice Marina, mientras el enamorado tenga conciencia de la precariedad de su situación, de la falta de ese último ingrediente que es la empatía, y que al contrario que los otros es activo y no pasivo, es decir, exige esfuerzo y tiempo de trabajo y cambio, sentirá inquietud o angustia. Esta contradicción es la que ha sido recogida en todas las descripciones del amor a lo largo de la historia.

En relación a esa integración activa, frente a la acción pasiva del simple querer ser amado, descubre Marina que en un fragmento de la moral cristiana se esconde la explicación al gran mal de nuestra época, si profundizamos en la historia semántica que subyace tras la máxima siguiente: “Contra pereza, diligencia”:

No habría nada llamativo en esta oposición, que parece tan obvia, si no fuera porque diligencia procede del verbo diligere, que significa amar. Lo que está diciendo el catecismo es que lo contrario de la pereza es el amor.
Esta relación, que a mí me parece tan sorprendente, tiene una historia que a mí me parece más sorprendente aún. Resulta que en las versiones más antiguas no figuraba la pereza, sino un estado de ánimo que se llamaba acidia. Contra acidia, amor. Según el Damasceno, la acidia era «una tristeza molesta» que de tal manera deprime el ánimo del hombre que nada de lo que hace le agrada. Va acompañada de cierto tedio en el obrar, por esto algunos dicen que la acidia es la indolencia del alma en empezar lo bueno. San Isidoro piensa que de la acidia proceden la ociosidad, la somnolencia, la indiscreción de la mente, el desasosiego, la inestabilidad, la Verbosidad y la curiosidad.

Indolencia del alma en empezar lo bueno”. En el decir de hoy en día, los males que padecen quienes tejen un tupido velo en torno a las inquietudes de su ser interior. Se trata, pues, de las inquietudes reprimidas en la sombra de lo inconsciente que pocos se atreven a enfrentar, pero que son de obligado paso en la sanación de la humanidad. Sombras que, en el caso de la relación con el otro sexo, conducen al diálogo también obligado con el anima/animus.

Puesto que la mayoría de los humanos vive en la superficie de la existencia, cualquier idea que sugiera algo amplio, más allá de la forma, que esté fundada en la profundidad y el sosiego y cuyo mayor poder resida en la íntima quietud, es tenida como una negación de la vida o como una renuncia a los placeres más estimulantes.

En japonés existe una expresión, koi no yokan, sin traducción posible, que expresa algo que está más allá del amor a primera vista: el conocimiento de que, ante el encuentro con una persona determinada, un amor aún no manifestado se abre paso de manera inevitable. En el koi no yokan no se experimenta que ha surgido el amor, sino que surgirá. Por eso, el encuentro no se inscribe en la psique como un chispazo de deseo, un arrebato de pasión que arrasa con el presente, sino todo lo contrario, una nostalgia proyectada hacia el futuro, el recuerdo de algo que está por suceder.

Ese presentimiento es propio de culturas atentas a la profundidad de las cosas, lo que no se percibe con los sentidos físicos pero que marca la diferencia entre un paisaje y otro, una obra de arte y otra, una persona y otra. Un suceso velado que parece dirigirse directamente al ser profundo, intangible, impregnado por un karma aún no liberado y que, si se tiene el valor para dejarlo fluir, puede precipitar un ciclo de circunstancias, de asombro y dolor, pero inscritas todas ellas en la gran ley de la naturaleza, que es necesario afrontar y comprender.

En el amor, se irán revelando los aspectos más profundos del ser; las inseguridades que existen tras la dura fachada masculina y la fuerza femenina tras su aparente fragilidad cuando surgen las crisis. Como diría Jung, no es el comienzo de una dependencia entre personas en cuanto que objetos externos el uno del otro, sino el reconocimiento de un encuentro con la propia alma y el comienzo de un viaje interior en que dos personas se asisten pero no se dirigen.

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