Si tuviésemos que hallar el centro del proyecto filosófico de la modernidad, más que en las obras de Descartes o Bacon, Hume, Voltaire o Rousseau, seguramente habría que ir a buscarlo a la obra de Immanuel Kant. Con Kant culmina el proyecto filosófico moderno no sólo porque, por un lado, enhebra muchos hilos previamente desperdigados en un conjunto original, sino además porque es una ventana privilegiada para mirar buena parte de lo que ha sucedido después. Dentro de su ingente obra, un brevísimo texto (*), muy citado y discutido, llamado “¿Qué es la Ilustración?” (1784), escrito entre la Crítica de la Razón Pura (1781) y la Crítica de la Razón Práctica
(1788), podría considerarse como un resumen ejemplar del proyecto ilustrado moderno.
El texto comienza con frases conocidísimas, que resuenan en nuestros oídos como el verdadero trasfondo de la aproximación moderna al mundo: «La ilustración es la salida del hombre de la minoría de edad causada por él mismo. La minoría de edad es la incapacidad para servirse del propio entendimiento sin la guía del otro». La asunción aquí es que la humanidad ha vivido hasta ahora en la minoría de edad, y que la razón –ese entendimiento que había faltado– nos llevará a la madurez. A mi juicio, es imposible comprender el mundo moderno en sus múltiples dimensiones sin tener presente esta idea-guía. En lo que sigue quisiera explorar algunas de las consecuencias que se siguen de esta concepción, con especial énfasis en lo político.
Kant y la Ilustración habían hecho suyo el lema horaciano del sapere aude («atrévete a saber», Epístolas, I, 2), pero ello no significa que el sentido fuese el mismo en uno y otro caso. Mientras que en la epístola horaciana el elemento primordial es el del consejo personal (espabílate, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy), Kant eleva el autoconocimiento a una altura desde la cual no sólo puede verse la historia personal de nuestros fallos sino en realidad los de toda la humanidad. En una palabra, estamos ante el Progreso. Dado el vasto campo de fenómenos ahora a cubrir, crece enormemente la tensión intelectual, como si este vasto (y plural) dominio pudiese reducirse a la perspectiva dicotómica minoría-mayoría de edad.
Si bien cabe dar la bienvenida a la auto-comprensión, o más en general a la comprensión racional de los fenómenos (físicos, sociales, políticos), no es de por sí evidente que una plataforma que quiere distinguir claramente entre los elementos maduros y los inmaduros sea la que mejor representa tal ambición. (Esto sin entrar en la cuestión de hasta qué punto o de qué manera la razón es la instancia última.) De hecho, la experiencia histórica de la modernidad, en tanto que puso en marcha el ideario ilustrado, no da pie a pensar que pueda ser realizado con éxito.
Las expresiones “minoría de edad causada por él mismo” y “entendimiento propio sin la guía del otro”, a pesar de su encomiable apelación al ejercicio crítico personal, son muchísimo más confusas de lo que parece a primera vista. Una minoría de edad causada por la propia persona que la padece no deja de ser contradictoria. No se comprende que el sujeto cause su propia minoría de edad. Aquí, pues, ya tenemos un primer atisbo de la trampa de la «filosofía del sujeto», como la denominó M. Foucault, o «paradigma de la conciencia», según los términos de J. Habermas (quienes por cierto estudiaron este texto con detalle). Explicar la sinrazón, o la esclavitud o infancia mental, en términos auto-referenciales sólo conduce a callejones sin salida (aporías). La segunda expresión clava la idea de la autonomía moderna: entendimiento propio sin la guía ajena. Pero la cuestión una vez más es: ¿es esto posible? ¿Quién, salvo el ‘buen salvaje’ de Rousseau, no se deja guiar desde el primer día de su existencia umbilical por la experiencia y conocimiento ajeno? Por si alguna vez cupieron dudas, hallazgos como el niño de Aveyron y similares han echado por tierra definitivamente semejante utopía.
Consciente de las limitaciones de una filosofía centrada en el sujeto, la filosofía post-moderna ha caminado en la dirección opuesta, y casi siempre ha aterrizado en su extremo. La muerte o deconstrucción del sujeto, sin aportar nada que lo sustituya, ha conducido a la arbitrariedad en filosofía y al oportunismo en política, ambos de madre relativista. Pero pienso que es de rigor señalar que la arbitrariedad ya está inscrita en parte en el proyecto moderno, en tanto que el “entendimiento propio y sin guía ajena”, como reacción tal vez a un excesivo conformismo de sus predecesores, parece hipostasiar al Sujeto sin remedio.
La absolutización de la autonomía, como si el individuo no creciese dentro de una sociedad que le conforma de mil modos diferentes –le guste o no, lo comprenda o no–, carece de fundamento real. Como dice Antonio García-Trevijano en su Teoría Pura de la República, los procesos de individuación e individualización (diferenciación individual del grupo e inmersión en la sociedad) son simultáneos. Con estas sucintas observaciones es posible vislumbrar que la idea kantiana del ‘tutelaje’ y de una ‘dirección exterior’ constriñendo al individuo como criterio único (y ello sin que pierda su parte de verdad) no es completa, y no puede, por tanto, conducir a un buen fin.
Políticamente, esta postura sólo puede abocar, por un lado, a la anarquía (en este sentido nadie más kantiano que el ‘Yo Único’ de Max Stirner), o, por otro, a un gobierno centralizador que asegure que todos se liberen del tutelaje. En esta horrible paradoja reside el corazón del drama de la política de la modernidad europea, cuyo paradigma es la Revolución Francesa: esa mezcla de desorden atribulado y gobernación absoluta, de impulso de libertad y fracaso estrepitoso. Kant concebía un gobierno mundial republicano anclado en una libertad moral que identificaba el individuo con lo universal, y por descontado le hubiese horrorizado el totalitarismo moderno. Pero ello no significa que no estuviese hasta cierto punto inscrito en sus premisas. Sin una idea de la libertad colectiva, sin una idea de su garantía institucional, en una palabra, sin más mediaciones que viejas metafísicas con nuevos acentos y acaso más reduccionistas en aspectos decisivos, no habrá salida a este problema.
Miguel Rodríguez